Auschwitz: el cumpleaños del mal
El Holocausto ha obligado a repensar el mal, uno de los grandes temas de Occidente
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«¡Non serviam!», resuena el grito del ángel caído y, según el relato bíblico, prendió la chispa del mal en nuestro mundo. Esa caída fue paralela a la del hombre. Y en el mundo de la mitología nos precipitamos a un abismo sin fin, el Tártaro, el Hades o el «barathros» por el que pululan las criaturas malditas: la noche primigenia con los monstruos y seres primordiales de Hesíodo, antes de que toda luz surgiera y de que los olímpicos se esbozaran en el firmamento, Angra Mainyu y la destrucción absoluta, Kali y la violencia, la materia gnóstica y neoplatónica, el mal en grado puro. Nunca pasará: el mal existe y está con nosotros, en lo irracional, en las pulsiones, en lo dionisíaco, según la tendencia filosófica, antropológica, mitológica o psicológica que se maneje. Desde Goya y el largo siglo XIX –que acaba en la Gran Guerra–, se sabe que la razón no nos podrá salvar de él. Se cumplen 75 años desde que se abrió el campo de Auschwitz y el horror invadió para siempre nuestras retinas. Nunca se había marchado, pero nunca se hizo tan evidente como cuando las tropas aliadas liberaron el recinto. La arcada que sintió Occidente no pudo ser más hipócrita, pues habíamos estado siglos debatiendo sobre el mal. Y es que desde antiguo los filósofos han tratado de explicarnos el problema de cómo surgió en el mundo. No solo desde el «Ensayo de Teodicea» de Leibniz, sino en pensadores muy anteriores, ya desde la antigüedad clásica.
Luchar contra el dolor
Desde el punto de vista del paganismo, es famosa la incredulidad ante la omnipotencia y omnisciencia divinas que mostraba Epicuro por este problema. Entre los cristianos fue Agustín de Hipona el que teorizó sobre la forja del mal al hilo del pecado y el libre albedrío entre los hombres. Lejos del intelectualismo moral de Sócrates, para quien el mal es la ignorancia, y de la caída en la injusticia de Platón, los neoplatónicos identificaron el extremo inferior de las emanaciones, lo puramente material, como aquello privado de gracia divina donde podía germinar la maldad. Maquiavelo o Hobbes indagaron en la perversidad de la naturaleza de los hombres y los enciclopedistas lucharon contra el dolor y las tinieblas que había atenazado a la razón como fuente de todo mal. El idealismo alemán, con Kant y Schelling, iprofundizó en la naturaleza del mal ligada a problemas que lo cercaban desde antiguo, como el de la libertad humana. Solo en el «fin de siècle» se dio carta de naturaleza relativista a la idea del mal con las tesis de Nietzsche sobre la superación de la vieja moral dicotómica y la valoración de lo irracional, que preludiaba su prestigio en lo venidero. Pero no había escapatoria posible, como las crueles contiendas del siglo XX demostrarían: el mal está ahí. Las pilas de cadáveres de Auschwitz se alzaban para atestiguarlo. Un ejemplo está en el tratamiento de Hannah Arendt, en «Eichmann en Jerusalén», acerca de la presencia de un mal difuso y complicado de individuar en las sociedades, que se extiende por elección o por una retórica confusa o retorcida, desde las instituciones, la sociedad civil, los grupos y las personas. Tratamientos recientes en la filosofía, como el de Rüdiger Safranski o el de Ana Carrasco Conde, atestiguan la vitalidad del debate: hay que leer estas propuesta en esta triste efeméride, cuando recordamos la primera visión fílmica de los hornos, los cadáveres. Ahí vimos todo ese peso de nuevo. Ya Quevedo intituló un célebre soneto «El mal que entra al alma por los ojos», Céline quiso hacer un descenso al corazón de la noche, indagó Conrad en las tinieblas y Lautréamont cantó al horror. Muchos han sido los creadores que han tenido que vérselas con ese abismo al introducirse en las profundidades del alma. Esa es la «katábasis», la que permite la inmersión en el infierno de nuestro interior, el «descensus ad inferos». Orfeo bajó allá para rescatar un alma y fracasó –la comparación con el Cristo triunfante ya se hizo obvia en lo antiguo–, pero lo que vio ahí fue tremendo y volvió para contárnoslo a todos. Por eso la poesía es una guía de excepción en el infierno, como saben Homero, Virgilio, Dante, Rilke y Cocteau. «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie», dijo Adorno. Pero antes estaba el mal. Y hoy y siempre resonarán las voces que nos recuerdan el horror: Primo Levi, Jean Améry, Imre Kertész, Elie Wiesel, Anna Frank. Gracias por no dejarnos olvidar.