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«Jerusalem»: Enfrentado a la vida ★★★✩✩

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La Razón

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Autor: Jez Butterworth. Director: Julio Manrique. Intérpretes: Chantal Aimée, Pere Arquillué, Guillem Balart, Anna Castells... Teatro Valle-Inclán, Madrid. Hasta el 1 de marzo.
Mucho interés había en Madrid por la llegada de este montaje que tanto había cautivado ya, según nos advertían, al público barcelonés. Aun con todos sus aciertos, no termina uno de entender tamaño entusiasmo, salvo que esté más fundamentado en el deseo de los productores y distribuidores que en la estricta realidad, como ocurre tantas veces. El montaje, eso no se puede negar, es fastuoso: la escenografía de Alejandro Andújar, el espacio sonoro de Damien Bazin, el vestuario de Maria Armengol y la iluminación de Jaume Ventura ponen sobre aviso al espectador, apenas ha ocupado su localidad, de que va a ver un gran espectáculo. Y, desde luego, en términos de producción, lo es. Si además tenemos en cuenta que el reparto está encabezado por un actorazo de la talla de Pere Arquillué y que detrás de todo este entramado hay un director tan inquieto y perspicaz como Julio Manrique, cabe intuir que la función, tanto en sus soluciones dramáticas como en su discurso profundo, va a ser mínimamente interesante. Y, desde luego, también en este aspecto lo es.
El único problema radica en que ese discurso profundo está artificiosa y exasperantemente abultado en el texto de Jez Butterworth. «Jerusalem» es la historia del gran héroe o antihéroe trágico de la literatura romántica; del perdedor aferrado a su propio mundo y a su inquebrantable libertad; del hombre que abomina de la realidad; del loco que intenta infructuosamente desafiar al tiempo, a la sociedad y a los dioses. En su esencia, es hermosa y conmovedora; y podría haber sido un obrón si la trama que envuelve esa esencia diese, en puridad, para algo más, o si se hubiese acortado más de la mitad su duración. Porque no se justifican, ni de lejos, las casi tres horas de una función cuyo verdadero conflicto no se empieza a atisbar hasta el minuto 50, cuando entra en escena el personaje de Wesley y le pregunta a Byron, el protagonista, por lo ocurrido la noche anterior en su caravana y por sus planes de cara a su inminente desahucio del bosque en el que vive instalado con ella. Hasta ese momento, todo es una sucesión de anécdotas y chascarrillos que son ajenos al núcleo del conflicto y que seguirán luego, por desgracia, salpicando todo el desarrollo; un material dramatúrgico más propio, por momentos, de una tontorrona comedia comercial (el personaje de Ginger resulta tópicamente insoportable) que del drama poético que late al fondo. De ese fondo emergen, solo a veces, algunos momentos de gran belleza e intensidad dramática en los que Arquillé se muestra, una vez más, soberbio. Junto a él destacan Guillem Balart, el más convincente de unos jóvenes marginales no excesivamente bien escritos; Chantal Aimeé, cuando incorpora a Dawn, la ex de Byron; Albert Ribalta, impagable en la escena de la borrachera como Wesley; y Víctor Pi, que aprovecha bien las posibilidades de su personaje, el Profesor, para infundirle un aliento de ternura muy adecuado.

Lo mejor

El esmerado diseño de una imponente producción con un grandísimo actor protagonista

Lo peor

La falta de concordancia entre la idiosincrasia de los personajes y su adjetivada, y a veces culta, manera de hablar