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Hammet, el escritor que hizo que salpicara la sangre

El escritor no ha muerto. El autor Juan Sasturain nos lleva a través de una biografía ficcionalizada a los años postreros de quien documentó asesinatos brutales, ese tiempo en que el alchol le había ganado la partida y Lilian Hellman le cuidaba, aunque cerca, en la distancia.
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De la guerra heredó el alcoholismo y de la Agencia Pinkerton, el estilo de toda una escritura. La literatura inglesa y francesa habían convertido el asesinato en un crucigrama para la hora del té. Aquellos homicidios provocaban la misma impresión que causa el agua al abrir el grifo del lavabo y los cadáveres de sus novelas presentaban el higiénico aspecto de un plato recién lavado. Entonces llegó Dashiell Hammett. Su éxito estribó en algo elemental: los crímenes son brutales, los muertos sangran y la gente que los comete no está guiada por razones altruistas o venganzas comprensibles. Solían ser gentes amorales, carentes de escrúpulos, que jugaban, bebían y estaban dispuestos a todo por un fajo de billetes. No compartían ningún parecido con el chico que te cedía el paso en la entrada de un comercio o el conductor de autobuses que te sonreía al entrar. Él hizo con el género negro lo mismo que hace el periodismo con la vida real: meter la calle en la página escrita. Con toda su espectáculo de delincuentes, gánsteres, timadores, corruptores y otros “showman” de la faca y la pistola. Más de una ama de casa sorprendida comprendió por sus libros que las personas no son buenas y que tampoco se parecen a los agradables vecinos que refleja la publicidad, y, lo que es peor, que el capitalismo tampoco resultaba el Edén que aireaba tanto tribuno por entonces.
Una sociedad podrida
Dashiell Hammett resultó ser uno de esos muchachos que nacen en la época equivocada. Él quería ser íntegro, pero la sociedad estaba podrida. Qué se le va a hacer. Combatió en la Gran Guerra, presenció el crack del 29, disfrutó de la era del jazz (la de Scott Fitzgerald), participó en la Segunda guerra Mundial y salió más o menos indemne de su paso por Hollywood, lo que ya tiene mérito. Sufrió tuberculosis, padeció la gonorrea, vivió con el alcoholismo, frecuentaba prostitutas y se hizo famoso con la literatura. Todo un mito. El escritor Juan Sasturain evoca su figura en “El último Hammett” (Navona), un acercamiento al autor pero novelizándolo, porque existen psicologías más dúctiles y fáciles de comprender desde las alturas de la ficción. Sasturain lo toma en sus días postreros, cuando el hombre delgado, el creador de Sam Spade, ya incapaz de escribir unas líneas, permanecía en ese refugio particular que era su cabaña a las afueras de Nueva York. “Es un tiempo muy revelador. La situación que le tocó vivir en ese momento es el resultado de toda su vida anterior. La consecuencia de unas elecciones, de unas coyunturas históricas, de una manera de estar en el mundo y concebir un estilo. Él tiene el atractivo de una vida significada y, por otro lado, la concepción de una literatura y una práctica. No es un autor que tuviera una vocación abstracta o artística. Su escritura es una manera de supervivencia. Es un oficio que aprendió a desarrollar y que hizo de una manera marginal”.
Sasturain ahonda en el retrato del Hammett escritor, un tipo “autodidacta que intenta acceder a los espacios de la alta literatura, como demandan ya sus primeros cuentos en la revista ‘Black Mask’, que deslumbraron por su impactante narración. Esa práctica se hizo más rica cuando integró lo que escribía con su experiencia personal”. Hammett trabajó para la Agencia Pinkerton, que empezó persiguiendo asaltadores del ferrocarril, no supo proteger a Abraham Lincoln (al que le volaron la sesera de un pistoletazo) y terminó dedicándose a reventar huelgas de sindicalistas en las afueras de Chicago. Sus archivos acabaron engrosando lo que posteriormente sería se conocería como el FBI, los mismos muchachos que acabaron fiscalizando los movimientos de Hammett tiempo después y haciendo propio el lema de sus predecesores en esa tarea: “Nunca dormimos”. “Hemingway contaba –prosigue Sasturain– que el tipo del que aprendió más sobre la escritura fue del hombre que le tachaba todo en el diario ‘‘Toronto Star’’. Él le enseñó que la literatura consistía en sacar, no en poner. Hammett obtuvo su manera de escribir del ejercicio de redactar informes para la Pinkerton. Construyó un estilo conductista, simple, pero difícil de conseguir. Describe situaciones sin darles introspección, dejando espacio al lector para que averigüe las motivaciones. También aprendió de la redacción de avisos publicitarios, que consiste en atrapar, persuadir y atraer la atención de los lectores. Pero no es una escritura publicitaria. Él trata de captar a esos lectores que viajan en subterráneo y llevan la revista en el bolsillo de la gabardina. Hammett siempre tiene en cuenta quién es el receptor de las historias”, comenta.
Quedan pocos datos de esa etapa de su biografía. Phil Haultain, un ex detective de esa corporación, reconoció hace unos años que fue el novelista quien le enseñó los gajes del oficio, el que le adiestró para seguir los pasos de las personas y le inculcó los trucos que se empleaban para huronear en la intimidad ajena. Los rumores parecen indicar que Hammett, uno de los símbolos del comunismo, el tipo que luchó por los derechos de todos los ciudadanos, participó también en las dudosas actividades de Pinkerton, ayudando a arruinar manifestaciones y espiar individuos. “Era un muchacho de veinte años. Para él únicamente se trataba de un trabajo, algo profesional con el que ganarse el sueldo, no tenía nada ideológico. Es de sentido común. A un soldado no se le puede enjuiciar por participar en una guerra justa o injusta. Eso pertenece a las instituciones. Pero esa experiencia, en cambio, le mostró con claridad las contradicciones del poder y el dinero... lo vio en persona. Ahí aprendió el funcionamiento de la sociedad capitalista, su mecánica, su manera de actuar”, comenta.
Universos perversos
Sasturain resalta, por eso, una cualidad única de Hammett: su insólita capacidad para encontrar valores en ambientes intoxicados, sin redención posible de antemano, que están contaminados de criminalidad. “En “La llave de cristal”, uno de los personajes es el guardaespaldas de un gánster. Es un universo perverso que convive con la lógica del delito. Pero incluso ahí, él es capaz de defender determinadas ideas. Él vivió toda las contradicciones que encontró en su época. Fue un personaje ejemplar que conoció muy bien los dilemas morales de su tiempo”.
Hammett, que ganó tanto dinero, que dilapidó tan rápidamente los ingresos que obtenía, conocería a una mujer que sería esencial en su vida y que aparece en la narración de Sasturain: Liliam Hellman, la autora de “La calumnia” –que William Wyler adaptó al cine en 1961 con Audrey Hepburn y Shirley Macline en los papeles principales–, y “La loba” –que el mismo director llevó a al gran pantalla con Bette Davies como reclamo. Los dos se conocieron durante un encuentro casual el 25 de diciembre de 1930 en un restaurante de Hollywood. Él ya era un bebedor profesional, pero también un hombre de enormes recursos dialécticos y un encanto sin paliativos que cautivaría enseguida a la dura y comprometida Hellman –la película “Julia”, de Fred Zinnemann, protagonizada por Jane Fonda, Vanessa Redgrave y Jason Robards, y basada en las memorias de ella, recoge de manera sucinta en que consistía este estrecho vínculo–. Su relación se perpetuaría durante años. Incluso cuando los dos decidieron vivir separados, ella estaría próxima a él y lo asistiría en infinidad de ocasiones. “Se acompañaron nada menos que durante 33 años. Se conocieron cuando él estaba en la cúspide de su fama, le pagaban muy bien sus novelas y las llevaban al cine. Fue una relación muy rica, con bastantes peleas, pero muy consecuente. Nunca normalizaron su vínculo y estuvieron yendo y viniendo. Él la ayudó mucho. Y ella estuvo cerca cuando la salud de Hammett se quebrantó gravemente y tuvo crisis con el alcohol. En esos años que contamos en la novela, Hellman fue quien estuvo junto a él y lo asistió”, aclara Sasturain.
Guerra, disidencia y valores
Juan Sasturain introduce muchos guiños a la obra de Hammett en la novela. Parte de dos premisas: “Tulip”, un texto inconcluso del novelista norteamericano y la historia de Mr. Flitcraft que Sam Spade cuenta a Brigid O’Shauhnessy en el capítulo VII de “El halcón maltés”. A partir de ahí construye su narración. Aunque noveliza, tampoco se olvida de la realidad. Y, de hecho, Sasturain menciona una de las múltiples paradojas que encuadraron la biografía del escritor. “Era una persona integra, pero vivió todas las contradicciones del momento. Sus novelas no tienen moralejas y no tienen final feliz. Solo despliega una mirada inteligente y refleja las conductas con claridad. Su vida estuvo regida por criterios morales muy íntegros. El mismo hombre que no vacilaba en alistarse contra el fascismo se le castigaba dentro de la sociedad americana, se le consideraba un disidente por los principios que tenía, que no eran en ocasiones los que gobernaban su sociedad. No estaba integrada en los valores establecidos, pero defendió la democracia en las dos guerras. No deja de ser un hermoso perfil de la cultura americana”.

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