Bailando contra la homofobia
Levan Akin protesta contra la rectitud moral georgiana en «Solo nos queda bailar», una denuncia a la intolerancia y un homenaje a la belleza del movimiento
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Las notas de psicodelia y electrónica que destila el dueto sueco «Kite» con su tema «Jonnny Boy» contrastan de forma radical con el sonido de tambores y la rigidez espartana de las danzas georgianas. Sin embargo ambas conviven, aunque de forma atropellada y arrítmica, en la nueva propuesta de Levan Akin, «Solo nos queda bailar». En Georgia uno no puede amar a quien desea, «por desgracia», apostilla este cineasta afincado en Suiza, «por eso hice esta película, porque se trata de una sociedad muy tradicionalista y quise buscar una forma elegante de denunciarlo». Narrada desde la potencia visual más realista, la cinta hilvana con suma delicadeza la historia de descubrimiento y liberación sin artificios de Merab, un joven que vive en un barrio marginal de Georgia para quien la comunicación con el cuerpo a través del baile constituye la forma más eficaz de rebelarse contra un entorno que cercena la libertad sexual y afectiva de los homosexuales y constriñe la evolución natural y emancipatoria de la mujer, relegándola a un segundo plano.
«Decidí muy pronto que quería que la película fuera sumamente táctil y que rodaría los momentos del baile cámara en mano, a pesar de la dificultad que eso conllevaba. Cuando Levan (actor que interpreta a Merab) baila, genera algo explosivo. El baile georgiano de por sí ya es muy explosivo y quería estar con él, allí, en el momento, cuando esa explosión se detonase», declara con rotundidad el director. La aparición repentina de un nuevo integrante del cuerpo de baile de la escuela a la que acude Merab llamado Irakli (Bachi Valishvili), supone para este entrañable hijo de la censura estatal un cambio radical de sensaciones. Hasta el momento, el joven se había conformado con seguir los marcados patrones de comportamiento heteropatriarcales regidos por la rectitud y la defensa de una masculinidad «auténtica». De un concepto del hombre en el que quedan fuera conceptos como la sensibilidad, lo explícito de las emociones o la libertad sexual. Sin embargo la llegada de este enigmático bailarín precipitará una historia de amor, la primera real para ambos, de esas que son viscerales, incoherentes, apasionadas y rabiosas. De esas que se inician con la boca del estómago y terminan acabándose con la punta de los pies.
Paradójicamente el amor se enreda con otro de los elementos que subyacen en la cinta, la fe. La religión salpica parte de ese tradicionalismo cultural que se muestra, en palabras de Akin «no es la causa principal de las costuras morales de los georgianos». La emancipación de una juventud con reducidas expectativas laborales que ve en el baile una potencial herramienta para salir de la precariedad subyace a lo largo de este «Call me by your name» a la centroeuropea plagado de belleza y plasticidad que demuestra que el cine también puede convertirse en un acto político. En un señalamiento, en una pancarta, en un grito. A pesar de esto, el director aclara: «Yo no juzgo a mis personajes, los acompaño en el viaje. Incluso a los antagonistas. Hay personas, como el hermano de Merab que son «machos» por defecto, porque es lo único que conocen, que han visto desde que nacieron. Pero todo el mundo puede cambiar». Incluso aquellas personas para quienes el arte de querer solo es válido si se practica entre hombres y mujeres.