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El soldado preferido de Hitler que se paseaba por Madrid

Otto Skorzeny se convirtió en uno de los hombres más peligrosos de Europa. El Führer le consideraba imprescindible y tras la Segunda Guerra Mundial se trasladó a vivir a España. Un documental de Pedro Echave y Pablo Azorín Williams nos recuerda la increíble historia del apodado «Caracortada»

Otto Skornezy, soldado nazi apodado «Caracortada»
Otto Skornezy, soldado nazi apodado «Caracortada»larazon

«El 26 de julio de 1943 tomaba café tranquilamente con un amigo cuando se me ocurrió llamar a la oficina. Me dijeron que me estaban buscando por todo Berlín desde hacía dos horas, pues el Cuartel General del Führer me reclamaba con toda urgencia. Un avión me estaba esperando en el aeropuerto», me decía en la primavera de 1973 Otto Skorzeny (Viena, 12 de junio de 1908-Madrid, 7 de julio de 1975), un hombre corpulento (1,92 de estatura) que a sus 65 años lucía un cuidado, abundante y ondulado pelo canoso, una sonrisa tan permanente como el cigarrillo que fumaba enhebrado a una boquilla y una llamativa cicatriz que surcaba su mejilla izquierda desde cerca de la oreja hasta más abajo de la boca. En esta época era un próspero hombre de negocios, afincado en Madrid, que me había concedido una entrevista para hablar del rescate de Benito Mussolini que había conseguido treinta años antes, cuando era un modesto capitán de las SS, de 35 años, que entrenaba fuerzas especiales.

Cuando llegó a «la Guarida del Lobo», el sorprendido Skorzeny se encontró con otros cinco oficiales. Hitler intercambió unas palabras con cada uno de ellos y, al final, le pidió a Skorzeny que se quedara: –«Tengo para usted una misión de suma importancia –le dijo-. Mussolini, mi amigo, y fiel colaborador fue ayer traicionado por su propio rey (…) Se halla en paradero desconocido y como amigo y como aliado tengo gran interés en liberación. Estoy plenamente convencido que usted lo conseguirá, Skorzeny».

¿Por qué fue elegido? Ni era un nazi distinguido, pues se había afiliado en 1938; ni era un relevante militar, sino un ingeniero, un reservista que a los 31 años había hecho el curso de oficiales y participado como teniente en las campañas de Francia, Balcanes y Rusia, donde fue herido. Luego fue destinado a un servicio tan escaso de tradición como de recursos: fuerzas especiales. Pero sí contaba con un detalle relevante aunque le resultara doloroso e incómodo recordarlo: era amigo del jefe de la Seguridad del Reich y mano derecha de Himmler, el también austriaco Kaltenbrunner, que había sido juzgado y ahorcado en Núremberg en 1946.

Siete semanas de persecución

Otto Skorzeny viajó con un grupo de sus hombres a Roma y diez días después encontró la primera pista: Mussolini había sido introducido en una ambulancia en el palacio del rey y conducido a un cuartel de los carabinieri, luego a otro y después a un tercero, desde donde fue trasladado a la isla de Ponza. El capitán iba siempre dos pasos por detrás del secuestrado: cuando averiguó el último destino ya el preso había sido recluido en la isla de Santa Magdalena y cuando ultimaba los preparativos para la liberación, la policía del nuevo gobierno italiano, presidido por el mariscal Badoglio, cambió nuevamente el lugar de reclusión: un hidroavión de la Cruz Roja condujo al Duce hasta un lago de los Abruzzos y, desde allí, en teleférico, alcanzó un hotel del Gran Sasso.

Skorzeny hubo de reanudar la búsqueda y cuando descubrió el nuevo lugar quedó anonadado por lo inaccesible de la estación invernal. Consideró contraproducente asaltar el funicular, pues los guardias del Duce tendrían tiempo de cortar la línea y asesinarle. Solo halló la solución de llegar desde el aire, pero un ataque con paracaidistas sería visible, dispersaría sus efectivos y permitiría la reacción de los guardianes. Sus opciones quedaron reducidas a llegar con planeadores. Contaba en Italia con unos 200 hombres de sus fuerzas especiales, pero sus problemas serían arduos: necesitaría mucha colaboración: planeadores, aviones, pilotos y un batallón de paracaidistas que cubrieran la operación e impidieran la intervención de las fuerzas de Badoglio. Mucha gente, muchos jefes y la habitual competencia entre armas. Todos obedecían las órdenes de Hitler, pero los recelos eran inevitables.

El domingo 12 de septiembre, Skorzeny llegó con 108 hombres al aeropuerto de Pratica de Mare, donde se acumularon los retrasos: llegaron tarde los planeadores, igual que un general italiano colaboracionista y el aeropuerto fue bombardeado… Finalmente, hacia las 13 horas ya estaban en el Aire y poco antes de las 14 los planeadores picaron silenciosamente hacia la explanada del hotel que, con angustia, vieron que no era plana, sino empinada y llena de piedra y baches. «Un sudor frío me corrió por la espalda. Calculé mis posibilidades y me pregunté: ¿resistirá el planeador la presión del aire?, ¿podrá mantener el equilibrio a pesar de su velocidad de vuelo? (…) El bramido del aire se intensificó a medida que nos acercábamos al objetivo. Y, de pronto, topamos brutalmente con la tierra, en medio de un ruido ensordecedor», narraba Skorzeny en sus memorias («Vive peligrosamente», Círculo de Lectores. Barcelona. 1971). El planeador frenó destrozado a unos quince metros de un lateral del hotel. Los centinelas quedaron paralizados ante el estruendo, los gritos del general italiano ordenando que tirasen las armas, la aparición de los comandos chillando. Pero Skorzeny comprobó angustiado que desde donde se encontraban no había acceso al hotel… Afortunadamente pudo subir a una terraza donde varios policías trataban de emplazar dos ametralladoras, pero fueron lentos y quedaron de inmediato desarmados. Desde allí pudo ver a Mussolini asomado a una ventana y rápidamente alcanzó la habitación, donde le encontró acompañado por dos oficiales que no opusieron resistencia, lo mismo que el coronel que mandaba la fuerza. «¡Mi Duce, el Führer me envía para libertaros! ¡Sois libre!», exclamó.

La misión y el éxito cambiaron la vida de Skorzeny. Fue ascendido a mayor, pusieron a sus órdenes más medios y Hitler siempre deseaba contar con él cuando pretendía misiones especialmente delicadas y peligrosas, como, en octubre de 1944, cuando le envió con sus comandos a Budapest para impedir la defección del regente Horty que pretendía capitular ante los aliados: Skorzeny secuestró al hijo del regente, se apoderó de este y lo condujo a Alemania, donde permaneció hasta el final de la guerra. Más desesperada fue aún su misión, ya con el grado de coronel de las SS, durante la batalla de Las Ardenas, en diciembre de 1944. Tanta fue su fama y el miedo que lograba inspirar su nombre que los propios estadunidenses lo estuvieron buscando por París, donde se difundió el bulo que se hallaba para asesinar a Eisenhower, el comandante supremo aliado. Por entonces los aliados le consideraban «el hombre más peligroso de Europa».

Finalizada la contienda fue recluido en Núremberg y juzgado en 1947 en relación con la actuación de sus comandos en la batalla de Las Ardenas. Aunque absuelto deambuló como prisionero por diversos presidios a la espera de que aparecieran evidencias en su contra pero cansado de su anómala situación, el 27 de julio de 1948 abandonó el la prisión y con el apoyo de organizaciones nazis que protegían a los suyos cruzó sin grandes problemas media Europa y se estableció en Madrid. Aquí vivió durante 27 años dedicado a los negocios de importación/exportación, aunque la rumorología le relacionaba con actividades paramilitares,, colaboración con la dictadura peronista, tráficos de armas hacia países vetados por la ONU, apoyo a organizaciones dedicadas a la protección de nazis perseguidos, pero nunca se ha aclarado si había algo de verdad tras todo ello.

Una cicatriz que le cruzaba la cara

Otto Skorzeny fue un buen estudiante de ingeniería en la Escuela Técnica de Viena, sobresaliendo, también, en deportes como vela, pentatlón, tiro de pistola y, sobre todo esgrima, actividad de moda entre los estudiante centroeuropeos de la época, que se afiliaban a las Studentenverbindung, organizaciones que fomentaban los duelos deportivos a espada como demostración de habilidad, de carácter y de superación del propio temor. Se realizaban entre miembros de esas sociedades –no entre enemigos– al menos una vez en su vida universitaria; el enfrentamiento era a «primera sangre» y cesaba en el momento que se producía una herida superior a una pulgada. Skorzeny fue un porfiado mensur (medida), que es como se denominaba a esa confrontación: dirimió 14 combates en cuatro años y fue alcanzado en el décimo de ellos en la mejilla izquierda; siempre estuvo muy orgulloso de esa cicatriz (Schmiss) que le valió el apodo de «Caracortada» y que le cruzaba prácticamente la mitad de su rostro.