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¿Ganó el Cid una batalla después de muerto?

La leyenda la creó un monje en el siglo XIII para atraer peregrinos al monasterio de San Pedro de Cardeña y conseguir donaciones

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Cuentan que lavaron varias veces su cuerpo, lo enjuagaron con bálsamos y mirras de los pies a la cabeza, lo armaron con cotas de malla y yelmo de buen acero, lo vistieron con talares blancos y, con la Tizona en la mano, los ojos abiertos y las barbas aderezadas y limpias, lo subieron a lomos de Babieca. Con Pero Bermúdez, su portaestandarte, a un lado, y Gil Díaz, su hombre de confianza, un musulmán convertido a la fe cristiana, situado en el flanco contrario, Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador, salió por última vez al frente de sus huestes y derrotó a los almorávides en justa liza, expulsándolos hacia el mar, causando una enorme mortandad entre sus filas y provocando que muchos se ahogaran antes de subir a los barcos para huir.
Así ganó el Cid su última batalla cuando ya había muerto. Es uno de los hechos más conocidos que nos ha dejado su historia y uno de los principales mitos que rodean si figura. Un suceso que se ha repetido a lo largo de docenas de generaciones . La «Historia de España», de Alfonso X el Sabio, lo recoge y lo toma por un suceso cierto, y el folclore y las tradiciones han mantenido viva esta gesta hasta hoy. Incluso el director Anthony Mann la recogió en su filme sobre el héroe castellano. ¿Pero existe algo de verdad en este suceso? ¿De dónde proviene? «Su importancia -recuerda David Porrinas, autor de «El Cid» (Desperta Ferro)- es que ha quedado en el imaginario popular. Hay mucha gente que piensa que es real. Se ha asimilado en su biografía como parte consustancial de su vida. Hay personas mayores que, de hecho, cuando les preguntan sobre Díaz de Vivar, lo primero que responden es que venció a los moros después de muerto».
Este relato aparece por primera vez en el siglo XIII en un manuscrito del monasterio de San Pedro de Cardeña. El original se ha extraviado, pero queda la copia del texto. Ahí se refiere que San Pedro se aparece al guerrero en su lecho de muerte y le revela que, gracias a su intervención, obtendrá la merced de Dios para que gane a un ejército enemigo. Para alzarse con la victoria le dicta unos consejos que debe obedecer y seguir al pie de la letra. El Cid trasladará esas palabras a sus fieles. Les ordenará que al expirar deberán limpiarlo y embalsamarlo desde la cabeza a los pies; a Jimena, su mujer, le indica que evite el duelo y que no llore para que no se extienda la noticia de su fallecimiento entre las tropas adversarias, y a sus hombres de confianza, aquellos que le han seguido en sus destierros y conquistas, que convoquen a la población a las murallas, hagan resonar trompetas y tambores y que en todo momento muestren una enorme alegría. Al mismo tiempo ordena que carguen en acémilas y carros todos los objetos de valor y que lo mantengan todo dispuesto para partir de Valencia después de la batalla.
-No es raro que un santo se aparezca a un caballero -explica David Porrinas-. Es algo habitual. También le ocurre a Fernán González, por ejemplo. Esta clase de figuraciones son comunes antes de una muerte o de entablar una batalla. En esta ocasión, San Pedro le asegura al Cid que Santiago apóstol acudirá en su auxilio y le ayudará a alcanzar la victoria. Esta es una manera de reforzar cierto carácter hagiográfico. De hecho se asegura que Bucar, su rival, viene acompañado por 36 reyes moro. Es una forma de recalcar que las fuerzas enemigas son ingentes y que va a necesitar ayuda para derrotarlas.
La descripción de la batalla está lejos de cómo se conserva en la tradición. El ataque del ejército del Cid se produce de noche, exactamente después de medianoche. A esa hora se abre la puerta llamada de Castilla. Salen cuatrocientos jinetes conducidos por Álvar Fáñez, el amigo inseparable del Campeador, luego las mulas y caballos cargados con los objetos y pertenencias, después otro contingente de 400 jinetes con el Cid a la cabeza, y, al final, otros cien con Jimena al frente. La acción, al desarrollarse de madrugada, sorprende a los musulmanes, que huyen asustados y temerosos ante la imagen de un jinete blanco que blande una espada de fuego (Santiago matamoros, que ha acudido a ayudar a Díaz de Vivar). Durante la retirada, los almorávides pierden un porcentaje muy alto de sus contingentes. Bucar no regresará jamás a esa costa.
-Es una imagen destinada a reforzar la santidad del Cid. De hecho, durante el reinado de Felipe II hubo un intento de canonizarlo que no prosperó. También hay que pensar que este rey, como antes los Reyes Católicos y Carlos V, y, después, Carlos II, que visitaron su tumba en San Pedro de Cardeña.
Este monasterio, precisamente, sería la cuna de la leyenda. Durante el siglo XIII, el modelo benedictino de inspiración cluniaciense entra en decadencia. Otras órdenes y propuestas monásticas, como las mendicantes, atraen las nuevas mentalidades religiosas de la sociedad. Los monjes de San Pedro de Cardeña deciden buscar soluciones para sobrevivir y apuesta por afianzar la alianza que mantienen con el Cid. Es una manera de incrementar la asistencia a sus muros de peregrinaciones y mantener activas las donaciones.
-Se aferran a un símbolo, aumentándolo -explica David Porrinas-. Por eso se elabora allí la leyenda de que ganó una batalla después de muerto. En las líneas finales de esta narración se dice: «La mujer de Rodrigo, junto con los soldados de su marido, llevó el cuerpo de éste al monasterio de San Pedro de Cardeña donde le dio honrosa sepultura después de otorgar grandes donaciones al monasterio por su alma». Lo que se remarca aquí son las donaciones, que es lo importante para que los religiosos puedan mantenerse en el futuro. Y la realidad es que lo consiguieron. Al contrario que otras fundaciones, como Arlanza, que acabaron abandonados, ellos se aprovechan de esta figura, de su fama y de que conservan su tumba, y logran perpetuarse.
San Pedro de Cardeña, al contrario de lo que suele pensarse, jamás tuvo relación con el Cid. Rodrigo Díaz de Vivar solo acudió a este monasterio en dos ocasiones. La primera, cuando Alfonso VI lo envió allí para que actuara como juez en un pleito. La segunda, cuando su mujer trasladó su cuerpo allí para que le dieran sepultara. Es falso que el Campeador dejara allí a Jimena y a sus hijas durante el destierro. Eso solo forma parte del Cantar, no de la historia. Pero la narración, que algún anónimo monje improvisó en la soledad de su celda o en el scriptorium, surtió efecto. Lo demuestra que a lo largo de los siglos siguientes visitaron sus muros diferentes reyes de España y que gran parte del edificio es de construcción reciente. Una señal de indudable de que tuvieron suficiente dinero para acometer reformas y acometer reedificaciones. El relato, al final, carece de fundamento histórico y es ficticio, pero no existe ninguna duda de que resultó un notable éxito propagandístico y que sirvió para su propósito. Hoy en día, en su fachada central puede contemplarse una figura. Es un caballero. Es el Cid representado como Santiago Matamoros. Un guiño a esta leyenda, que es mentira, pero que pervive entre nosotros con la terca obstinación de lo real.
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