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Rafael: una vida de amantes, rivalidad y arte

El artista nació en Viernes Santo y falleció en 1520, 37 años después, también en Viernes Santo. Cuando expiró se consideró que con él moría la pintura y uno de los grandes creadores de todos los tiempos. La exposición que lo homenajeaba tuvo que clausurarse en Italia por el coronavirus
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Cuando Rafael falleció, un temblor sacudió Roma y hasta el Pontífice, cuentan, dejó asustado sus aposentos para saber qué ocurría. Aquella sacudida sísmica, real o metafórica, se interpretó como un signo de las dotes sobrenaturales del pintor y de lo que representaba su marcha de este mundo. Nació, si atendemos a las fuentes, a las tres de la mañana del Viernes Santo de 1483 y expiró, hace falta casualidad, también en Viernes Santo, pero en 1520. Quinientos años después se pretendía conmemorar este aniversario con una gran exposición en el Quirinal. Una muestra que pocos días después de su inauguración tuvo que cerrarse debido a la expansión del Covid-19 y que ha privado de su merecido reconocimiento a un pintor que conoció el éxito, el amor y el sinsabor de codearse con dos cimas del arte. Esta retrospectiva quería ser la respuesta a la que el Museo del Louvre preparó sobre Leonardo da Vinci. No está salpicado de ironía que en París se haya celebrado por lo alto al autor de la «Mona Lisa» y la de Roma, en cambio, haya tenido que cerrarse. Ironía, porque el talento de Rafael siempre tuvo que balancearse entre esos genios que fueron Miguel Ángel y Leonardo, los dos mayores que él y con una energía creativa como jamás se había conocido en la Tierra con anterioridad.
Rafael Sanzio, que nació en Urbino, debió nacer con el ánimo de una legión romana y la determinación de un galeote para no desistir y competir con el prestigio de esas figuras que ya en vida conocían el eco de su propio leyenda. Su formación al lado de Perugino, un hombre que había superado las limitaciones de su generación y dominaba la profundidad, la naturalidad y el «sfumato», como reconoce E. H. Gombrich, le indicó un camino más apropiado para batirse en ese duelo y no salir damnificado. Entre la perfección y la ciencia de Leonardo y la terribilità y conocimiento anatómico de Michelangelo, Rafael descubrió un sendero que le procuraría reputación y fama. Su talento en realidad provenía de su capacidad para el esfuerzo, digna de un titán, y una voluntad para el trabajo que solo es posible reconocer en los hombres raptados por una vocación. Su principal mérito surge de ese barniz de sencillez que recubre cada una de sus pinturas. Una impresión equívoca porque cada una de ellas le robó enormes desvelos y horas de entrega. Pero, también, esa dulzura que imprimía a sus figuras y que terminó siendo uno de los principales rasgos de sus lienzos. Su forma de trabajar los cuerpos, sin artificiosidad, y de modelar el volumen en ese equilibrio sutil entre el color y las sombras, como puede verse en «Madonna del Granduca», le reportó fama inmediata.
Esta celebración temprana de su arte, junto a unos modales exquisitos y su afabilidad, le abrió muchas puertas, justo lo contrario que al ceñudo pintor al que se había encargado la bóveda de la Capilla Sixtina, tan reconocido por su maestría como por su ira, malhumor y tacañería (lo que demuestra que el virtuosismo no siempre va acompañado de virtud). Su carácter limpio, sin escollos, como reconoce Vasari en «Vidas», le beneficio de manera notable en su trayectoria y le ayudó a desarrollar su don y su trayectoria.
Él venía de estudiar a Masaccio en Florencia cuando Bramante le invitó al Vaticano. El papa Julio II aspiraba a decorar algunos de los departamentos. Empezó esa tarea por una de sus composiciones más conocidas hoy en día, «La escuela de Atenas», «que representa el momento en que los teólogos reconcilian la Filosofía y la Astrología con la Teología», en palabras, también, de Vasari.
Rafael, que contaba con el favor del maestro que le había invitado a ir a Roma, pudo acceder durante la ejecución de este conjunto de obras (entre las que sobresale «La liberación de San Pedro», lleno de contrastes de luce y brillos), a uno de los grandes secretos que custodiaba el corazón de la cristiandad: el trabajo que llevaba a cabo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. A pesar de que el escultor y arquitecto había prohibido la entrada hasta que hubiera acabado, Bramante, que no debía compartir demasiadas afinidades con él ni tampoco le debía guardar simpatías, permitió a su pupilo que accediera y viera lo que estaba haciendo. Ahora, a aparte de estudiar a Miguel Ángel, Rafael podía examinar los nuevos logros de ese gigante y su manera de trabajar. «Como Bramante tenía la llave de la capilla se la enseño a su amigo Rafael, para que pudiera comprender el estilo de Miguel Ángel. Fue por esto por lo que en San Agustín, sobre la Santa Ana de Andrea Sansovino, en Roma, Rafael rehízo al profeta Isaías que ahí se ve y que ya había dado por terminado. Gracias al conocimiento de las pinturas de Miguel Ángel, mejoró esta obra, superando su estilo anterior y dotándolo de una mayor majestad. Cuando más tarde Miguel Ángel vio la obra de Rafael, pensó que Bramante, tal y como realmente había sido, le había causado este mal en pos del provecho y la fama de Rafael», cuenta Vasari.
No fue la única vez que Rafael se dejó inspirar por Miguel Ángel. Cuando Agostino Chiggi, que era banquero del Papa, le pidió que participara en Santa María della Pace, él no lo dudó. Participó en la arquitectura de la capilla y, de paso, realizó un fresco con sibilas y ángeles que resultó muy comentado. Una pintura que todavía hoy deja traslucir la influencia evidente de Buonarroti en más de un aspecto, algo que no debió hacerle gracia al autor del “Moisés”. Esencialmente por dos motivos: primero, todavía no había enseñado su obra maestra a nadie y, segundo, porque esa pintura fue considerada una de las mejores obras de Rafael por mucho tiempo, aunque nadie, por supuesto, podía todavía entrever el origen de esa inspiración.
Rafael fue trabando su reconocimiento no solo por grandes composiciones de encargo. Su fama como retratista creció pronto. Un género donde su mano resultó notable, con resultados espectaculares como demuestra «autorretrato con un amigo», actualmente en el Louvre, «Retrato de Andrea Navagero y Agostino Beazzano» o el espléndido «Baltasar Catiglione». Pero en su época, sobre todo fue apreciado por su majestuosa representación del movimiento. Algo notable en «La ninfa galatea», en la Villa Farnesina. Un fresco de gran tamaño donde cada movimiento cuenta con su contramovimiento. Una pintura de envergadura artística notable y con plena ausencia de esa rigidez que solía pesar en otros creadores cuando abordaban desafíos de similares proporciones. Un logro que él magnificó por su capacidad de imprimir una gran belleza a cada una de las figuras representadas, especialmente a Galatea.
Pero quizá su mayor éxito fue «La transfiguración», la tela en la que aún trabajaba cuando murió. Un cuadro magistral, compendio de todo su saber, dividido en dos partes, una superior, celestial, y otra inferior, terrenal, de una equilibrada y sopesada simetría, que dejan traslucir las dotes que Rafael poseía para adaptarse a cualquier terreno y reto artístico.
Antes de rematar el cuadro, la muerte le sorprendió. Rafael Sanzio dio desde su temprana juventud pruebas de su alegría y su predisposición al amor y, sobre todo, a tener amores. Su fogosidad era tan cantada como su dominio del pincel. Tuvo varias amantes y el celo que sentía por cada una de ellas era vox populi. Vasari afirma: «Amante de los placeres de la carne, sus amigos observaban esta afición con respeto, pues era una persona muy segura. Por lo que cuando su querido amigo Agostino Chigi le encargó pintar en su palacio la logia principal, Rafael no podía atender bien este encargo debido al amor que le tenía a una mujer. Debido a ello, Agostino, se desesperaba, de forma que por medio de otros, de sí mismo, y por distintos medios, logró que esta mujer estuviera con él continuamente en la parte de la casa donde trabajaba Rafael, gracias a lo cual se pudo terminar el trabajo». La tragedia sobrevino, deja entender el cronista, por agotamiento sexual, ya que «seguía cultivando sus amores a escondidas. Y así, extralimitándose en sus placeres amorosos, sucedió que una de las veces cometió más excesos de lo habitual y volvió a casa con mucha fiebre». La causante de este infortunio fue Margherita Luti, más conocida como «La Fornarina», la hija de un panadero, a la que dedicó un retrato. Su pérdida fue cantada con todos los excesos posibles y se llegó a decir que «a punto estuvo de morir la pintura cundo este noble artista murió, pues cuando él cerró los ojos, ella casi ciega se quedó».