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The Strokes, LCD Soundsystem e Interpol: en el váter de Nueva York

El libro «Nos vemos en el baño» narra la explosión musical de la Gran Manzana justo antes del 11-S, una escena movida bajo la psicosis de un tiempo en que parecía que el mundo se podía acabar.
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No se puede decir que su aparición fuera la consecuencia de los atentados contra Nueva York el 11 de septiembre de 2001, porque ya antes existía una plétora de artistas buscando algo. Sin embargo, es probable que aquella tragedia definiera de una forma extraña el surgimiento de una escena, que infundiera coraje y sentido colectivo a lo que bien podría haber sido una sucesión de grupos más o menos fallidos. Antes del 11-S solo The Strokes habían publicado el genial «Is This It», pero la masacre dio lugar a otra explosión, la de creatividad, hedonismo y oscuridad cuando fue necesaria que llevaron a cabo Yeah Yeah Yeahs, LCD Soundsystem e Interpol y que sirvieron de imán para The White Stripes, Ryan Adams y The National, entre muchos otros. La historia la cuenta la periodista Lizzy Goodman en «Nos vemos en el baño» (Neo Sounds), y plasma la última época de un Nueva York pre-gentrificación. El miedo y la seguridad fueron las excusas perfectas para vaciar la ciudad de gente común. Mientras tanto, Napster arrasaba las torres del imperio musical. Pero lo que cuenta es que estos grupos ayudaron a curar heridas, a no ver el futuro tan negro. Fueron la banda sonora de unos años de efímera fiesta loca.
El contexto musical era francamente desolador hasta que aparecieron The Strokes. En la época post Nirvana, ni siquiera el brit pop daba lo mejor de sí: triunfaban Travis y Coldplay. La escena estaba dominada a partes iguales por el nu-metal (Limp Bizkit, Korn, Papa Roach, POD y otros que nadie recuerda) y Eminem. Incluso había rap-metal. El «indie» estaba en plena fase de redefinición y en Nueva York hacía tiempo que no sucedía algo excitante. Y entonces llegó este quinteto de chicos que se conoció en un colegio privado de Suiza y que, según la autora, no eran tan pijos como se cree. Vale que el padre de Casablancas fuera el director de la agencia de modelos Elite y es cierto que la tarjeta de crédito del padre de Albert Hammond Jr (la del compositor de «Never Rains in Southern California», entre otras) pagó los instrumentos de casi toda la banda. Pero llamarse Cayetano no es suficiente para amarrar el yate en Marbella. O puede que sí, pero lo que cuenta es la credibilidad haciendo canciones, y de carisma iban sobrados los cinco. Otra cosa es que se les agotó cuando cumplieron 30 años.
¿Pijos o estrellas?
The Strokes fueron los líderes de una generación: querían ser estrellas y vestían, olían y se movían como estrellas mucho antes de tener un disco. El problema con ellos es que eran demasiado buenos. Sus temas sencillamente no podían estar escritos por unos jóvenes de clase alta, tenía que haber algún engaño. Como dice Paul Banks, líder de Interpol: «De alguna manera no querías aceptar el hecho de que son unos tipos que molan un montón y que componían una música alucinante. Y que lo hacían solos. Son mejores que tú y te robarían la novia. Esa fue una realidad difícil de aceptar para muchos, incluyéndome a mí». Cuando se suponía que la electrónica iba a conquistar el mundo, vuelven las chupas de cuero. Inexplicable. El mundo entero empezó a vestir pantalones pitillo y Converse All-Star durante una década. La combinación pijos-iconos de la moda laminaban sus credenciales para el sector más punk-rocker de la afición musical, pero su influencia fue total (demasiado, quizá) durante, al menos, los tres primeros y estupendos discos: 2001 a 2005. Por otra parte, su actitud era un contraste total con lo que el indie y el hardcore de los 90 intentaron en EE UU, que no fue otra cosa que acabar con la imagen de la estrella del rock. A los Strokes, en cambio, les encantaba ir a fiestas y salir con modelos, parecían los Guns’N Roses. ¿Posar para «Vogue»? Por qué no. Desde luego, ellos nunca pretendieron ser Black Flag.
En todo caso, una vez abierto el capítulo sobre la hidalguía o el acomodamiento de los rockeros de Nueva York de la vuelta del milenio, es bueno recordar que James Murphy (un apático y arisco adicto a la música pero incapaz de buscar un trabajo por su insufrible carácter) «heredó una enorme cantidad de dinero» para montar su sello DFA y dedicarse exclusivamente a la música y que los chicos de Vampire Weekend recibieron de sus padres algo más que el gusto por los discos de Paul Simon: «No habrían pasado hambre si la música hubiera salido mal», comenta el periodista Marc Spitz.
En los orígenes de los Strokes, nada parece artificial. Les costó lograr un contrato discográfico, que finalmente obtuvieron con RCA, un sello de capa caída que acababa de ganar mucho dinero con... «La Macarena». Y la actitud de los Strokes la resume Nick Valensi: «El asunto de la firma fue muy emocionante. Cenas, drogas, vinos caros. No sé quién pagaba las drogas. Yo no. Aquella gente parecía tener una cuenta de gastos ilimitada y su trabajo consistía en impresionarte. Desde luego, yo me aroveché de la situación. Por entonces viajábamos en furgoneta y nos presentábamos a las cenas con las mismas Converse y los mismos vaqueros que habíamos llevado durante el último mes. Nosotros elegíamos los restaurantes. Nos sentábamos, pedíamos la carta de vinos y elegíamos el más caro para horror de nuestros acompañantes. Era muy divertido, pero esa época de excesos por parte de las discográficas tenía los días contados». Por cierto, que los miembros de The Strokes no idolatraban a Television. Amaban a Guided By Voices.
Una ciudad desbocada
En las historias de rock que se precien todo protagonista tiene una némesis, aunque a veces cae mejor ésta que el supuesto héroe. En el caso de The Strokes, ahí está Ryan Adams, esa mala influencia de pelo grasiento, mirada torva y gusto por la heroína que estuvo a punto de cargarse al quinteto atrayendo hacia las drogas a Albert Hammond Jr. Eso sucedió después de los atentados. Cundió el pánico. Habían puesto todo patas arriba, y la sensación de carpe diem invadió a los músicos de la misma manera que los policías se volvieron omnipresentes. La sensación es que todo podía terminarse en cualquier momento. «Había una impresión de desamparo, en plan nada importa, todo es temporal. Cada día nos veíamos obligados a caminar por un cementerio mientras respirábamos polvo de hombres quemados», dice el periodista Alex Wagner. «No sé cómo afectó eso a la música, pero a la gente le dio por salir de fiesta a todas horas», repone otro cronista, John Heilemann. «Se produjo una especie de apagón mental. Nadie alardeaba de nada. Todo el mundo era muy amable y los autobuses circulaban gratis. La ciudad se convirtió en un espacio de amor fraternal», describe el mánager Asif Ahmed. En lugar de salir tres noches a la semana, Moby salía siete. Y si había que drogarse, mejor hoy que mañana. Alcohol, cocaína y promiscuidad fueron la bandera de la ciudad hasta que Giuliani desplegó a sus hombres para restablecer la seguridad y el orden. «El Darkroom era como nadar en una piscina de cocaína, como lanzarse a un mar blanco», asegura Anthony Rossomano (guitarrista de Dirty Pretty Things). Por cierto que, como había abundantes antidepresivos y otras pastillas contra el estrés postraumático, el clonazepán y la metacualona eran parte de la dieta fiestera que se trajinaba en los váteres de todo Manhattan. The Strokes le dedicaron una canción, «Meet Me In The Bathroom», a esta práctica de socialización moderna. «Estoy intentando recordar cómo conocí a Jason. ¿Estaba en Interpol? ¿Era amigo de Carlos? Seamos sinceros, mucha gente se conocía por la cocaína», dice la periodista Sarah Lewitinn.
Pero antes de que llegaran los «NYC Cops» a limpiar Manhattan, ahí estaban Yeah Yeah Yeahs, un grupo de pirados con la lunática Karen O al frente y un mánager todavía más chalado, Asif Ahmed, que también lo era de The Rapture, otro de los grandes nombres de la escena que se autoconsumió en su ego. Ahmed arruinó alguna carrera antes de arruinarse él. Después estaban Interpol, que si los Strokes llevaban pitillo y cuero, ellos portaban trajes. Y TV On The Radio, quizá la formación de éxito más impredecible de esos años. El libro describe primero la genealogía de Manhattan, aunque luego se atreve a salir hacia Brooklyn y Williamsburg, nuevos epicentros de hipsterlandia. Allí, la escena se diversifica entre estudiantes de bellas artes: Animal Collective, Yeasayer, MGMT, Grizzly Bear, The National y Vampire Weekend se expanden mucho más allá del traje del rock. Y aún hay más reverberaciones, porque Goodman se acerca al Detroit de los Wthite Stripes, Las Vegas con The Killers y Nashville junto a Kings of Leon. Cada cuatro años dice que el rock ha muerto, que ya no hay nada tan excitante como los viejos tiempos, pero llega otra Olimpiada y siguen saliendo buenos grupos. La respuesta británica a esta escena llegó con Editors, Arctic Monekys, Bloc Party, Kaiser Chiefs y Franz Ferdinand. Eso ya es otra historia, pero la de Nueva York en el cambio de milenio será también documental: se está preparando una serie de cuatro capítulos.