Fallece el escritor Juan Marsé
El autor de “Últimas tardes con Teresa” o “Si te dicen que caí” fue galardonado con el Cervantes
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Una pistola enterrada en la tierra, el recuerdo de un lejano pistolero, el trasfondo de la Guerra Civil y el recuerdo de una vida perdida. Así empieza «Un día volveré», una de las grandes historias, aunque no la más difundida de Juan Marsé, un gran recreador atmósferas, un descriptor sociedades duras, pero también con un pulso literario dotado para alumbrar una sutil y delicada ternura con la que troquelaba la personalidad de sus personajes. El novelista, que andaba con la salud revuelta desde hacía bastantes meses, falleció ayer en el Hospital de Sant Pau a los 87 años dejando detrás el hueco de su ausencia irreemplazable y una obra novelística impresionante compuesta por obras inolvidables que le valieron toda clase de reconocimientos, como «Últimas tardes con Teresa», ganadora del Premio Biblioteca Breve, «La oscura historia de la prima Montse», «Si te dicen que caí», Premio México de Novela, «La muchacha de las bragas de oro», Premio Planeta , «Ronda del Guinardó», Premio Ciudad de Barcelona, «El amante bilingüe», Premio Ateneo de Sevilla, «El embrujo de Shanghai» y «Rabos de lagartija», Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa», entre otros grandes libros. Debutó con «Encerrados con un solo juguete», una obra que encerraba ya lo que más tarde alumbraría en su literatura, que estaría marcada por esas infancias callejeras, de chavales de ropas desgarradas, que observaban la sexualidad desde la brecha de una adolescencia incipiente, y que encontraban la aventura en sus gamberras y andanzas urbanas. Unas criaturas que vivían en el filo de esa mitología formada por la imaginación juvenil, las “aventis” (esa palabra tan de él, tan de Marsé), el universo de los adultos, con sus conversaciones enigmáticas, sobrecargadas de silencios, sobreentendidos e impregnadas de misterio para un muchacho que se abre a la vida.
Marsé supo reelaborar el realismo convencional y social de aquellos años de posguerra con un punto melodramático y una importante crítica social, porque en sus páginas afloran los grandes sueños, pero también las enormes miserias que cincelaba a los hombres y las mujeres de esa época: ahí están las viudas que se prostituyen para mantenerse en la vida y sostener a sus hijos; el hambre, tan corrosivo como el óxido, la pobreza, esa laminadora de voluntades, y, cómo no, esas cajas de ensueños que representaban los escenarios teatrales, las revistas con sus páginas adornadas con fotografías de fascinantes vedettes y, por supuesto, el cine, una de las aficiones de Marsé.
En su despacho, donde escribía, una habitación de paredes blancas con unas estanterías sencillas repletas de libros, asomaban fotos de grandes actrices de los años dorados de Hollywood, como Rita Hayworth. Una foto que él solía justificar diciendo: «La debería quitar, pero me da pereza subir». Con ese pretexto, Gilda, como una musa antigua, vigilaba su escritura y le inspiraba la prosa. Juan Marsé, de carácter sencillo, inspirado de palabra, con una obra de frases como trallazos, de una adjetivación brillante y exacta, vio una posguerra muy humana y corriente, sin tremendismos ni exageraciones. En sus libros siempre late al fondo el desastre de la Guerra Civil española y, también, vibra esa contraposición de estatus social que existía en su Barcelona; esa oposición entre las clases sencillas y la burguesía catalana que quedó maravillosamente resumida en «Últimas tardes con Teresa», con ese enorme personaje que es el Pijoaparte.
Marsé pertenecía a la Generación del 50, compuesta por otros grandes escritores como Jaime Gil de Biedma, con el que mantuvo una amistad estrechísima y al que cuidó en sus últimos dolorosos días de su enfermedad, Carlos Barral, que también formaba parte de su círculo, Juan García Hortelano, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo, Terenci Moix y Eduardo Mendoza.
Barcelona fue el gran escenario de la producción literaria de Juan Marsé. Es una Barcelona que no tiene nada que ver con la imagen turística. Es la del extrarradio, la que ha conocido la marginación, aquella a la que se le ha dado la espalda en numerosas ocasiones, ya sean en barrios como Gracia, el Carmelo o Guinardó, especialmente en los años de la posguerra. Marsé enfrentó en las páginas de sus novelas y relatos dos mundos: el de los trabajadores y el de los burgueses, algo especialmente evidente en “Últimas tardes con Teresa”. La Barcelona de Marsé, la que se reunía en el Bar Delicias en El Carmelo, estaba muy alejada de la visión triunfal que ofrecía el franquismo.
Marsé logró que Barcelona fuera un personaje más. Véase, por ejemplo, “Últimas tardes con Teresa” donde podemos leer que “antes de la guerra, el Carmelo y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos”.
El escritor rehuía de los nacionalismos y siempre fue crítico, especialmente, con el pujolismo. A este respecto siempre ironizó con la posibilidad de escribir una novela en catalán titulada “Sentiments i centimets”, es decir, “Sentimientos y centimitos”. Irónico con la mirada más cerrada de los nacionalistas, desde un punto de vista irónico abordó todo eso en “El amante bilingüe”.
El cine llamó en varias ocasiones a la puerta del escritor barcelonés. Buena parte de su obra literaria ha sido llevada a la gran pantalla, aunque nunca logró el aplauso de Marsé, un escritor que nunca ocultó su cinefilia. Vicente Aranda se encargó de adaptar “La muchacha de las bragas de oro”, “Si te dicen que caí”, “El amante bilingüe” o “Canciones de amor en Lolita’s Club”, provocando el disgusto del escritor a quien tampoco le gustó cómo el cine leyó “La oscura historia de la prima Montse”, por Jordi Cadena; “Últimas tardes con Teresa”, por Gonzalo Herralde; y “El embrujo de Shanghai”, por Fernando Trueba. Precisamente esta novela debía haber sido en un principio rodada por Víctor Erice, un proyecto que ilusionaba a Marsé, pero que no pudo materializarse por las diferencias entre el cineasta y el productor Andrés Vicente Gómez. El autor de “Rabos de lagartija” consideraba que el guion de Erice era “mejor que la novela”. Los enfrentamientos con Vicente Gómez se extendieron con otra película, “El cónsul de Sodoma”, de Sigfrid Monleón, basado en la biografía de Jaime Gil de Biedma. A Marsé le indignó cómo se hablaba de su amigo y cómo se especulaba con la posibilidad de que este hubiera redactado alguna parte de “Últimas tardes con Teresa”. La venganza literaria de Marsé contra todo esto vino en forma de novela con “Esa puta tan distinguida”.