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“2020”, el imprescindible documental que muestra todo lo que no vimos de la crisis de la covid

El reportero de guerra y documentalista Hernán Zin salió a la calle en marzo con una cámara y un equipo y ahora, ocho meses después, estrena un testimonio audiovisual doloroso y obligatorio sobre todo lo que imaginamos pero no vimos durante el estado de alarma en Madrid
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  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Despierta del letargo anestesiante de la enfermedad tras pasar casi dos meses en coma inducido con el desconcierto de un recién nacido. Julio Lumbreras alcanza los 65 años sabiendo dónde está pero no dónde ha estado. Aún necesita masticar la información que le transmiten los médicos. “Hay que decirle lo que ha pasado. Que hace dos meses él se bajó del mundo y ahora el mundo es otro totalmente distinto. Habrá que intentar que poco a poco vaya rellenando ese hueco de los recuerdos. Ahora mismo tiene muchas piezas en el puzle que le faltan”, le explica el médico intensivista del Hospital de Torrejón de Ardoz, Gabi Heras a uno de sus cinco hijos. Lumbreras, segundo paciente que ingresó grave con COVID-19 en un centro hospitalario de Madrid, dispara sus dudas al escuchar que la gente está encerrada en casa. “¿Y cómo trabajan?”, pregunta. “¿Y los niños?”, prosigue. La siguiente intervención ya no se produce en forma de pregunta, sino con el temblor quebrado que precede a la lágrima. El mismo que el realizador Hernán Zin selecciona para encajar el inicio de “2020″, el imprescindible documental de la pandemia que llega hoy a las salas de cine y que debería proyectarse en todos los hogares.
Dice Heras que este bicho envenenado, el mismo que perjudicó a Julio y a tantos otros, “nos ha quitado la piel”. Pero también la vida. Ha devorado con la desesperada continuidad de una termita hambrienta de madera las costumbres de nuestros afectos, las cálidas y corporales maneras ancestralmente adquiridas que utilizamos para reconocernos, los hábitos que inventamos para celebrarnos. Nos ha empujado con violencia lejos de nuestro lenguaje social. Ha desinflado nuestra libertad de movimiento. Nos ha prohibido el gesto. Nos ha fracturado inoportunamente el tiempo. Nada hay más mediterráneo que tocarse, y ya hace demasiado tiempo que un virus nos negó el derecho ordinario de poder hacerlo sin miedo a contagiarnos. Los códigos todavía indescifrables de dolor que se han encriptado en la memoria compartida de un mundo que ha sido y continúa siendo testigo involuntario de una corrosiva e inesperada pandemia no se resuelven con cifras, sino con imágenes.
Llevo veinte años poniendo voz y rostro a la gente de a pie. Al fin y al cabo soy un reportero cineasta que busca emociones y me parecía que en esta crisis hacía falta mucho de lo último. Cuando volvía a casa y encendía la televisión veía la cantidad de ruido político que estaba habiendo y me preocupaba más el silencio de los hospitales. No tengo elementos de juicio para saber qué falló en todo esto, lo que sí puedo mostrarte son las consecuencias de ese fallo. Aunque sea muy duro de ver”, comenta Hernán Zin al otro lado del teléfono acerca del germen que impulsó la creación del documental.
Cuando el director y reportero de guerra ítalo-argentino tomó consciencia auténtica de lo que estaba empezando a suceder en España y concretamente en Madrid a mediados del mes de marzo, reparó en que la cámara se iba a convertir en un necesario aliado para documentar el horror que estaba aconteciendo y no dudó en lanzarse a las calles: “Para mí, el momento de inflexión fue sin duda cuando entré en una UCI y vi a todos esos pacientes boca abajo, hinchados, luchando por respirar y sobrevivir. Me emocioné muchísimo y también sentí angustia. Pensé de inmediato que había que contarlo porque la magnitud iba a ser mucho más brutal de lo que pensábamos entonces. Me di cuenta de que el virus acababa con la gente en cuestión de horas”, indica.
Muerte procesionaria
Encoge el estómago ver lo que estaba pasando fuera de las casas mientras la gente estaba dentro. Paraliza contemplar el desfile incesante de féretros que salían de las residencias con los cuerpos rendidos de la generación que edificó este país desapareciendo a ritmo procesionario. Sobrecoge ver a profesionales de la sanidad pública gestionando un desbordamiento logístico sin precedentes y depositando con cuidado el corazón en cada acción, seguimiento, apoyo, cura o cuidado de los pacientes. Zin, circunscribiéndose a la ciudad de Madrid (especialmente castigada con 11.349 muertes registradas hasta el momento) se ha metido donde nadie más lo ha hecho con la sensibilidad del humanista y la precisión del reportero. Es decir; en las morgues, en las ambulancias, en las UCIs, en las residencias, en las habitaciones de los hospitales. “Ha sido el trabajo más duro de mi vida. He llorado mucho rodándola. Convencer a políticos o a directores de hospitales es muy complicado. Pasé más tiempo hablando por teléfono y mandando correos electrónicos que grabando. Entendía las circunstancias y el contexto, pero traté de ejercer el derecho a informar que ampara la propia Constitución”, señala.
Gervasio Sánchez, reputado fotoperiodista, ha remarcado en varias ocasiones desde que diera comienzo la crisis del coronavirus el vacío documental palmario que ha existido y la incomprensible censura que se ha llevado a cabo con algunos reporteros gráficos a la hora de mostrar que lo que estaba sucediendo. “Resulta paradójico, y en ese sentido entiendo a Gervasio, que te sea más fácil entrar en un hospital en Gaza o en Afganistán que en un hospital en Madrid. A mi también me echaron muchas veces de los hospitales y me bajaron de las ambulancias hasta que encontré a gente que me apoyó y me dijo “venga, conocemos tu trabajo en Netflix, sabemos que siempre das una visión humana, entra”. En ese sentido tuve suerte pero ya te digo que no ha sido fácil y al final, después de todo el esfuerzo, creo que hemos sido los únicos que han conseguido entrar en las UCIs y en las ambulancias durante la primera ola”.
El director de “Morir para contar” o “Nacido en Siria”, cuyo primer acercamiento a la adrenalina informativa de la trinchera se remonta a la Camboya de los Jemeres Rojos, expresa desacuerdo, pese a la crudeza de lo visto, con el tratamiento belicista del coronavirus: “No hay comparación entre el virus y una guerra. Esto se parece más a una catástrofe humanitaria yo creo. En una guerra no tienes comida, tienes que huir de tu casa o te puede caer una bomba cuando sales a la calle. Aquí lo que hemos presenciado ha sido la realidad y la incertidumbre de los hospitales desbordados, pero las comparaciones con una guerra me cuesta establecerlas. Lo que te puedo asegurar es que en ninguna guerra he visto 1.000 muertes al día. Como mucho en Gaza puede haber 30 en un día, o en Afganistán. Es una cifra diaria de gente fallecida muy difícil de asimilar. Sobre todo, tratándose de gente mayor”.
Julio Lumbreras, notablemente recuperado, recibe en la terraza de su casa la visita de Gabi, ese médico que estuvo con él desde los primeros minutos del ingreso. “Me duele depender de terceras personas como mis hijos o mi mujer. Ahora lo que necesito es disfrutar con ellos y hacerles la vida lo más fácil posible. Solo quiero vivir. Y mucho tiempo”, asegura confiado. Para que personas como Julio tengan garantizado ese deseo, merece la pena recordar algo sin ademán paternalista: esto no ha acabado. De la generosidad colectiva depende que recuperemos ese tiempo injustamente fracturado. Por ese motivo con “2020″ Hernán propone una digestión emocional de lo que ha pasado sin aderezos sensibleros, sin moralinas ecologistas, sin señalamientos políticos. Tan solo escuchando, mirando y mostrando las caras y los testimonios de los que han sufrido el virus de manera directa o indirecta. Ofreciendo un relato verdadero alejado -por desgracia- de la artificialidad de la ficción que nos concierne, levanta y paraliza a todos.