Black Lives Matter y #MeToo: así se convirtieron en los más influyentes del mundo del arte
Hasta ahora, la «Power 100» servía para consagrar a las 100 figuras más influyentes del arte, pero, ¿qué ha pasado para que en su última entrega tres de los cinco primeros nombres correspondan a movimientos sociales?
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Diciembre es el mes elegido por la revista «ArtReview» para publicar su esperada y célebre «Power 100»: la lista que ordena las 100 personalidades más influyentes del mundo del arte. Confeccionada por centenares de profesionales del sector, esta clasificación constituye el mejor y más prestigioso sismógrafo anual para comprobar cuál es el estado de ánimo del universo artístico. Durante los últimos años, ha habido sorpresas, destacadas apariciones y desapariciones que, sin embargo, no conseguían cambiar un status quo admitido implícitamente: el equilibrio entre el poder económico –aquellos que más venden y cotizan– y el poder institucional –comisarios, directores de museos y centros de arte.
Entrega tras entrega, la «Power 100» consagró a una serie de nombres que, unas veces más arriba y otras más abajo, siempre estaban ahí, como tótems inamovibles cuyo reflejo en la lista obedecía a una cuestión casi de superstición. Había concesiones al contexto, al momento preciso vivido por el arte, pero pesaban más las invariantes, el hastío, lo previsible.
Sin embargo, la «Power 100» de 2020, publicada hace unos días, ha dejado ojipláticos a propios y extraños. Si hasta no hace mucho la expectación provocada por esta lista pasaba por comprobar el puesto ocupado por estrellas como Damien Hirst, Jeff Koons o Marina Abramovic, en esta nueva edición todos estos lugares comunes han desaparecido de los puestos de prestigio para producirse un auténtico cataclismo que reconfigura por completo los equilibrios de poder en el sector. ¿Qué es lo que ha sucedido? Un «giro social» sin precedentes.
De los lugares preferentes han desaparecido casi por completo artistas, galeristas y comisarios al uso para ser sustituidos por movimientos sociales, colectivos activistas y pensadores que, o no son propiamente artísticos o entienden el arte de una manera muy diferente a la del poder económico e institucional. Si de verdad esta relación refleja la realidad del mundo del arte, se puede afirmar abiertamente que nos encontramos ante un cambio de paradigma sin precedentes desde los años 70.
Aunque, a riesgo de caer en una euforia que nos nuble la vista, conviene realizar una advertencia nada baladí: la mayoría de los profesionales con derecho a voto en la «Power 100» son anglosajones y, por tanto, reproducen intereses y estados de opinión que adquieren especial repercusión en Estados Unidos y Gran Bretaña. ¿Atenúa esto la potencia sísmica de la lista resultante? En modo alguno. Aunque solo sea por comparación con las entregas anteriores, la revolución es un hecho, y merece al menos una reflexión.
Pongamos nombres a esta sacudida social de la «Power 100»: en el número 1 de la lista se encuentra un movimiento como Black Lives Matter, y en el 4 la corriente activista del #MeToo. No se trata de individualidades, sino de colectivos. Pero no colectivos artísticos –abundantes desde la década de los 60-, sino colectivos sociales, desjerarquizados, diseminados, virales. Desde el giro copernicano imprimido por Duchamp, sabemos que cualquier cosa señalada o experimentada por un artista puede convertirse en una obra de arte. Pero, con la inclusión de Black Lives Matter y del #MeToo como dos de las realidades más influyentes del mundo del arte, se da uno o varios pasos más hacia adelante: lo considerado como «artístico» ya no se explica como consecuencia de una intencionalidad artística. El arte es una actitud social, con independencia de quien la adopte y la interprete. Probablemente sin pretenderlo, la «Power 100» ha terminado por desdibujar completamente las lindes que delimitan la creación artística para diluirla dentro del vasto campo de las ciencias políticas. La larga tradición del «arte político» se ve de repente caminando sobre un abismo: las diferencias entre arte político y acción política ya no existen –no hay ningún factor que las singularice o las module.
Pero, atención: esto no solo se aprecia en el campo de las prácticas artísticas. Porque otro de los elementos sorprendentes que refleja la «Power 100» de 2020 es que, en el plano del pensamiento, los teóricos más influyentes ya no son los que reflexionan sobre el arte como una materia diferenciada, sino aquellos que abordan cuestiones sociales y transversales. Es el caso de Felwine Sarr y Bénedicte Savoy, en el puesto 3 e inspiradores del movimiento que solicita a los museos occidentales la devolución de todos aquellos objetos confiscados durante el periodo colonial; el de Fred Moten, poeta y teórico que ocupa el quinto lugar de la lista y cuyas ideas han impregnado el Black Lives Matter; o Saidiya Hartman, profesora de Inglés y Literatura Comparada en la Columbia University, elevada al puesto 9 y cuyas investigaciones más recientes se centran en la vida y experiencias de las jóvenes negras en Nueva York y Filadelfia.
Con excepción de Glenn D. Lowry –director del MoMA–, el «top ten» de la «Power 100» está copado este año por personalidades o colectivos relacionados directamente con cuestiones atinentes al racismo y al género. Y –quién nos lo iba a decir hace unos años–, hay que esperar a las casillas 29, 30 y 31 para descubrir a los grandes representantes del poder económico dentro del mundo del arte –los galeristas Larry Gagosian, David Zwirner e Iwan y Manuela Wirth–. Sorprendentemente, y a día de hoy, el activismo social otorga más autoridad en el mundo del arte que el dinero. ¿Milagro? ¿Anomalía histórica? ¿Situación pasajera?
Si, en efecto, y tal y como refleja la «Power 100», el mundo del arte ha girado bruscamente hacia lo social como consecuencia de una transformación radical de su estructura interna, estaremos de enhorabuena y nos encontraremos ante una revolución sin precedentes que afectará a cada uno de los sectores que lo conforman. Pero seamos cautos e introduzcamos un elemento de relativización que nos permita comprender esta brusca basculación de los intereses. No nos encontramos ante un año cualquiera. En primer lugar, la violencia policial en Estados Unidos se ha visualizado más que nunca tras el asesinato de George Floyd; circunstancia que ha motivado un estado conciencia y de sensibilidad acerca de la problemática del racismo como hacía tiempo que no se percibía.
Y, además, está la Covid-19. Los estragos de la pandemia han ocasionado que las ferias de arte, bienales y la programación de los museos se hayan clausurado, interrumpido o pospuesto. Más allá del mercado elitista de las casas de subastas, la compra-venta de arte ha descendido en términos jamás vistos. Debido a ello, 2020 ha estado carente de exposiciones relevantes que otorgaran especial protagonismo e influencia a un artista específico; no se han desarrollado proyectos curatoriales de envergadura que encumbraran a comisarios todopoderosos; la ascendencia de los museos ha decaído; las galerías viven sus peores momentos como creadoras de tendencia; y el mundo del coleccionismo sufre la misma depresión que el resto de esferas del mundo del arte.
Es entendible, por tanto, que todos aquellos nombres que, año tras año y por mor de los grandes eventos organizados, ocupaban posiciones preferentes en la lista de los «Power 100» se encuentren este año ausentes, y que, en buena lógica, la actualidad social haya adquirido un protagonismo hasta ahora inédito. Habrá que esperar a la lista de 2021 para comprobar si el vuelco de este año se confirma, o si, por el contrario, todo ha sido un espejismo. Pero de lo que no cabe duda es que, suceda lo que suceda en entregas venideras, esta «Power 100» constituye el suceso más transgresor y de envergadura política de cuantos han sucedido en el mundo del arte durante los últimos años. De ratificarse dicho «giro social», el «año Covid» no solo habrá partido en dos nuestras vidas, sino también el relato del mundo del arte.