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La turbulenta infancia de Marina Abramović: pies planos, nariz infinita y abandono

Los complejos tempranos y la autoritaria figura de su padre marcaron el devenir de la artista serbia
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  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Existen tantas Marinas como gotas de lluvia caben en un poema Cummings. Está la Marina estoica, resultado premonitorio de la herencia emocional de unos padres que fueron héroes nacionales, la Marina diminuta, apocada y escandalosamente tímida que nunca recibió mucho amor por parte de su madre, vulnerable, terriblemente desilusionada y triste. Y después está la otra: la reencarnación femenina de los torrentes naturales, la concentración totémica de la sabiduría espiritual, la reina performativa de la Pachamama y la cirugía que es capaz de caminar por encima de todo lo anterior sin ensuciarse los pies. Marina Abramović, que acaba de ser galardonada hoy con el Princesa de Asturias de las Artes 2021, huyó de la figura de sus progenitores con la misma celeridad con la que salió corriendo de la Yugoslavia de Tito. Nacida en Belgrado en 1946, esta mujer errante, artista totalizante y ejecutora artística iconoclasta, escandalosa y vibrante, tuvo una infancia acomplejada, plagada de heridas por las que continuamente se colaba la sal y que con posterioridad la sirvieron de forma paradójica para vaticinar sus designios profesionales y vitales: convertirse en el motor de su propia obra.
La infelicidad fue su compañero más servicial durante la infancia. Tenía los pies planos, una nariz que en aquel momento no cuadraba con las proporciones de su cara y no encajaba en el colegio. Su madre la vestía con prendas empalagosas, faldas abullonadas de princesa y blusas rematadamente cursis, pero en el momento en el que la dejaban elegir, usaba cosas distintas. Algo que provocaba en la gente la rodeaba (mayoritariamente niños) un absoluto rechazo. Era muy cerrada e insegura, hasta el punto de que “no podía ni caminar por la calle, porque iba tan desgarbada que la gente pensaba que me caería en cualquier momento”, tal y como aseguraba en una entrevista.
Vojo, el padre de Marina, había estado encarcelado en los años 30 por sus ideas comunistas y más tarde se convirtió en un general muy laureado por sus acciones de guerra, muy cercano a Tito, así que en cierto modo, como familia posicionada en la escala social de la época, podían considerarse unos privilegiados. Su madre, Danica, poseía un nombre místico cuyo significado -en una traducción medianamente decente del Serbio más cosmopolita- quiere decir “estrella de la mañana”, pese a que la luz con la que iluminó el camino de su hija durante sus comienzos como artista fue más bien escasa. Danica pasó de comandante de la armada a Directora del Museo de la Revolución y el Arte, un cargo muy político que se ejercía en un espacio donde de forma continua exponían obras de realismo socialista acompañadas de fusiles Kaláshnikov.
Situaciones vitales similares a ésta, relacionadas también con la coyuntura histórica y política que se venía desarrollando en un país natal que ya jugaba con la sangre y con la muerte, inspiraron producciones de la artista tan violentamente actuales como “Balkan Baroque” (1997). En ella conseguía actualizar la dramatización barroca conceptual de su escenografía y poner de manifiesto el horror bélico en la Guerra de los Balcanes a través de una instalación de vídeo en donde que se sitúa en medio del espacio lavando una pila infinita de huesos frescos de ternera, manchados de sangre, mientras se proyectan intermitentemente imágenes de sus propios padres y tararea canciones tradicionales de su infancia. Una infancia, marcada por la rectitud moral y académica, por la exigencia inapelable de la búsqueda de la excelencia, por las imposiciones militares en el ámbito doméstico que coartaban insistentemente sus pulsiones artísticas y libertarias y por el dramático abandono de su padre cuando tenía 17 años.
Comenzó su carrera artística a mediados de los sesenta en la Academia de Bellas Artes de Belgrado. “Cuando ya había empezado mi carrera y había sido criticada por el sistema, un día, después de una presentación, al llegar a casa a las diez de la noche, todo estaba oscuro. Mi madre me esperaba en el salón, con la luz apagada y un vestido muy sobrio. Me estaba esperando. Alguien le había dicho que su hija estaba en una galería, desnuda, colgada de la pared. Me miró y con un cenicero muy pesado de cristal en la mano, regalo de boda, me soltó una frase de “Taras Bulba” (novela de Nikolái Gógol) “Te di la vida y ahora te la quito”. Me tiró el cenicero a la cabeza y yo tuve tiempo para pensar; de acuerdo. No me muevo y cuando me haya reventado los sesos por esto pagará el resto de su vida con la cárcel. Pero al final, me aparté. Y me marché de casa” confesaba en una entrevista de 2012. Se marchó de casa y completó su formación en Croacia para después volver nuevamente al lugar que no amaba y orientarse hacia la docencia en 1975, mientras preparaba su primera performance en solitario.
Irrupción de Ulay
Cuando llevó a cabo su primera performance, el concepto mismo de la palabra ya existía y debía el origen físico de su nacimiento a un lugar tan sugerente e hiperconectado con la vanguardia como el Cabaret Voltaire. Este punto neurálgico del Dadaísmo ubicado en Suiza albergó las primeras acciones de una vertiente creativa poco conocida y frontalmente rechazada por muchos en donde se mezclaba poesía, arte plástico, música y acciones repetitivas que en su contenido total formaban un todo. Durante la realización de la performance el objetivo era y es obtener una reacción. No importa cual, ni en la escala de agrado o desagrado que esta se encuentre, pero lo esencial es que genere una respuesta, una reacción directa e inmediata a la objetualización del arte. Precisamente ese ha sido el cometido de la artista serbia después de encomendarse a la exploración creativa durante más de cuatro décadas: darle un lugar dignificado a la performance como disciplina artística. Elevarla a la categoría de arte serio. Integrar su identidad en el lugar de reconocimiento que nunca tuvo.
A lo largo de cada una de sus acciones, Abramović transgrede los límites de control corporales y comprende su cuerpo como mensaje, grito y canal, pero también juega con un intercambio emocional inmediato a través de la energía del público, elemento clave sin el cual no podría subsistir. Y en ese empeño de entrega mística a los demás, de éxtasis compartido y revolucionario, encuentra un compañero que parecía haber sido confeccionado para la horma irregular de sus afectos. Marina conoció al artista y fotógrafo alemán Ulay el día de su cumpleaños, en Ámsterdam, después de que su abuela la hubiera insistido en que debía ir allí a celebrarlo porque las cosas que ocurren en los cumpleaños tienen que ver con el destino. Ella aprovechó su estancia en la ciudad para hacer una performance llamada “Thomas Lips” en donde se dibujaba un pentagrama en el estómago con una hoja de afeitar y después se azotaba en la espalda. Les presentaron antes de la acción y no se separaron hasta doce años después de aquel encuentro. En cuanto se conocieron hubo fascinación, atracción, explosión, pero sobre todo mucha admiración. Ambos sintieron que la obra que venían haciendo por separado iba a adquirir un nuevo sentido si creaban juntos.
“Realmente lo amé. Incluso más que a mí misma” dice Abramović en una entrevista dentro del documental “The Artist is Present”. Fueron amantes, amigos, performers, fagocitadores emocionales, duelistas apasionados y estrafalarios, pareja cósmica. Los dos estaban dispuestos a caminar hacia los extremos de la obra y a explorar los límites negativos de las relaciones personales a través de un arte performativo que sirviera como método de denuncia y de protesta pero también como diálogo de exploración y descubrimiento. Desde finales de los 70, sus proyectos conjuntos giraron en torno a una bicefalia artística de difícil catalogación y de su unión nacieron proyectos provocadores y existencialistas como “Imponderabilia”, en donde ambos se miraban desnudos en un pasillo muy estrecho justo en la entrada del museo y pedían al público que pasara entre ellos provocando que los asistentes terminaran rozando sus cuerpos, o “Relation in Time”, donde se simboliza esa unión hermafrodita que juega con el efecto del yo, el ego y la identidad artística a través de sus cabellos entrelazados íntimamente.
Realizaron numerosos trabajos en los que sus cuerpos creaban espacios adicionales para la interacción con el público. Ajustaron, reinventaron, definieron y conversaron con las fronteras de los sentimientos y del arte. En “Rest Energy” literalmente Marina pone en manos de Ulay su propia vida dejando que éste le apunte con una flecha directamente a su corazón. Intactos durante horas, sosteniendo un arco y una flecha que necesitaba de la fuerza de cada uno de ellos para mantener la tensión e impedir que la fecha se lanzase, grabaron los latidos de sus corazones salvajes y fuera de sí, queriendo representar el estado de vulnerabilidad de algunas parejas y al mismo tiempo escenificando la confianza absoluta que eran capaces de depositar el uno en el otro.
“Éramos radicales, transgresores, igual que una performance. Estábamos llenos de esperanza, nos dejábamos llevar por el universo” llegó a declarar Abramovic días antes de su inauguración en el MoMA. Su separación lógicamente también debía desarrollarse en el contexto de una performance capaz de borrar los límites temporales, de modo que la pareja escenificó su simbólico final en 1988 bajo el título “The Lovers”, emprendiendo un viaje en direcciones opuestas por la muralla china. Él desde el desierto del Gobi y ella desde el Mar Amarillo. Dos mil quinientos kilómetros recorridos para encontrarse justo en el centro y despedirse de la curvatura de un cuerpo que durante tantos años había sido la casa del otro.
Entre 1973 y 1974, la artista se encontraba inmersa en su exploración sobre el inconsciente en el mundo del arte y llevo a cabo la intervención “Rhythm 2″ para probarse física y mentalmente pero también para estudiar la escala gradual de reacciones que podían producirse en el público. Decidió experimentar para probar si un estado de esa inconsciencia que tanta curiosidad le despertaba, podía ser incorporado en una acción de performance. Durante los primeros 50 minutos se tomó una píldora de las utilizadas para la catatonia con el fin de comprobar qué conexión se establecía entre su cuerpo y su mente. La ingesta de la píldora le provocó violentas convulsiones que hicieron que la artista perdiese el control de su cuerpo. Diez minutos después, tomó otra droga, esta vez administrada para personas violentas con tendencia a la depresión, lo que conllevó que su cuerpo se quedara totalmente inmóvil. Finalmente cayó dormida. Confiamos en que hoy Abramovic haya recibido la noticia del Princesa de Asturias bien despierta, con esos enormes ojos negros bien abiertos. Y que esa “valentía en la entrega al arte absoluto” que ha destacado el jurado y el hecho de que su adhesión a la vanguardia ofrezca “experiencias conmovedoras” siga brindando al espectador emociones tan puras y aniquiladoras como las generadas por la artista.