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Indescifrable Battiato

Con el aspecto de un profesor de matemáticas y letras llenas de teorías de Adorno o versos sufíes, el genio italiano de la canción, fallecido ayer, enamoró a miles de fans
El cantante Franco Battiato
ALBERT OLIVÉEFE

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Con esa cara como de pasmado, Franco Battiato tenía una extraña capacidad para elevar el ánimo a cualquiera. Tan eléctrica era su energía que nadie podía manipularla, lo más inteligente consistía en dejarse llevar por ella. Incluso las composiciones más melancólicas conseguían arrancar al menos una sonrisa. Porque escribía una canción como «Perspectiva Nevski», sobre las masacres rusas en la Revolución de octubre, y se acordaba de «los orinales bajo las camas y una película de Eisenstein». A Buñuel alguien le preguntó qué significaban todas aquellas maravillas de «Un perro andaluz» y respondió que no sabía, que simplemente lo había soñado. Battiato una vez recibió una carta de una quinceañera que le escribió: «No entiendo nada de lo que usted dice ni me importa, pero me gusta a rabiar». «Para mí esto es lo máximo, porque no quiero decir nada o quizás todo», respondió el cantante.
Genio incomprensible
Su música estuvo siempre al servicio de todos sin estar siquiera al alcance de sí mismo. Llenó estadios con miles de personas que coreaban, sin saberlo, ideas de Theodor Adorno o de filósofos sufíes de quienes todavía no han escuchado a hablar. Franco Battiato no fue un genio incomprendido, sino incomprensible. Y quizás ese fue el secreto de su éxito, ya que nunca luchó porque el resto lograra entrar en su mente, sino que bandadas de admiradores se entregaron a su religión como quien hace una profesión de fe, sin esperar nada a cambio. Así vivió y así murió el artista, indescifrable hasta el último minuto. En los últimos años se había recluido en su casa siciliana de Milo, en las faldas del Etna. Su familia comunicó ayer que falleció allí, a los 76 años, envuelto en una niebla depresiva cada vez más densa, alimentada por una enfermedad de la que poco se sabe. El funeral se celebrará, cómo no, en la más estricta intimidad.
Se va así el último de los grandes cantautores italianos. Antes que él llegó Fabrizio De André o Lucio Battisti, queda todavía De Gregori. También ellos pasaron de la canción de culto a ser imitados en un karaoke. Pero si el estilo de estos fue el del clásico vocalista de voz desgarrada que emociona al público, con Battiato nunca se sabe cómo definirlo. No es ningún tópico. Mientras caían las bombas en Vietnam y antes de que los hippies llenaran Woodstock, el italiano ya había cambiado Sicilia por Milán, donde tomó un altavoz y comenzó en la canción protesta junto a su colega Gregorio Alicata. Es inútil ponerle sellos, aunque si algo fue siempre Battiato es un poco dylaniano. Con los setenta llegó su etapa experimental, en la que mezcló la electrónica con el rock progresivo, algunos elementos del funk o del jazz. Todo valía, en los garitos corría el LSD. Su primer disco, de 1972, se llamó «Fetus», en la portada aparecía un feto, y rápidamente fue censurado por la Iglesia. Éxito asegurado.
Influencias
El excéntrico cantante ya había pasado por el festival de Sanremo, la quintaesencia de la canzone italiana, el lugar donde se daban cita las vacas sagradas del panorama musical. El escenario ya entonces desprendía olor a naftalina, pero todavía hoy sigue siendo el sitio en el que hay que estar. Battiato nunca lo despreció. Otros hubieran preferido seguir sus experimentos y tocar en sótanos ante incondicionales bajo el efecto de las drogas. Él intento el más difícil todavía, saltar al pop, a la canción ligera, con una artillería de elementos imposibles de conjugar. En 1979 lanzó «La era del jabalí blanco», un disco con ideas esotéricas tomadas del intelectual francés René Guénon. Un año más tarde, «Patriots», con letras de otros literatos y las primeras influencias árabes. Y en 1981 aparece «La voce del padrone», su gran obra, que contiene «Bandera blanca», «Centro de gravedad permanente» o una versón del «Cucurrucucú paloma» que también cantó Caetano Veloso. Las canciones se convierten en himnos. De pronto, millones de personas comienzan a corear aquello de los «jesuitas euclídeos vestidos como bonzos para entrar en la corte de los emperadores de la dinastía de los Ming». Lo interpreta un tipo estrambótico que baila raro, canta lento y dice haberse inspirado en un místico llamado Gudjieff. Los franceses adoran estas cosas. En España, menos preparados para la alta filosofía, lo traducimos y lo cantamos igual. «La voce del padrone» vende un millón de discos. El chiflado que hace una década había sido vetado por la Iglesia, ahora actúa en el Vaticano ante el conservadursimo de Juan Pablo II.
Con los noventa llega la eclosión de la cultura de masas. Y si Michael Jackson cantaba «We are the world» o tres tenores salían de la ópera para abarrotar estadios de fútbol, Franco Battiato se fue a Bagdad nada más terminar la primera guerra de Irak. Aunque el cantante nunca estuvo cómodo en ese rol. Quiso que su gigantesco acervo cultural estuviera a la vista de todos, no de unos pocos intelectuales, pero a él no le gustaba ser el protagonista. Ya grababa en los prestigiosos estudios de Abbey Road de Londres. En 1991 publicó «Como un camello en un canal», una cita extraída de Al Biruni, un científico persa del siglo XII. Seguía siendo un ídolo de masas, pero como si hubiese sentido algo de vértigo, comenzó el camino hacia la introspección.
Le gustaba pintar porque se sentía vulnerable. «En la pintura veo todos mis defectos y me interesa mejorar», dijo en una entrevista. Era como volver a experimentar sin tener que desnudarse ante todos. También hizo cine o incluso política. Aunque su paso como asesor de Turismo en la región de Sicilia duró poco, después de que manifestara en Estrasburgo que había «putas en el Parlamento que estarían dispuestas a hacer cualquier cosa». Fue inmediatamente cesado. Se cabreaba siempre que alguien le preguntaba si sentía una mínima simpatía por la derecha, aunque sería de necios encerrar una personalidad así en una categoría ideológica. Se levantaba a las tres de la madrugada, escuchaba música clásica en la radio y dedicaba el amanecer a la meditación. Creía que se convertiría en materia y que regresaría al mundo reencarnado. Será difícil encontrar otro cuerpo que encaje de nuevo con su intelecto.