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Antonio Iturbe: “El gobierno catalán está tan ocupado con el procés que le resta energía a los problemas importantes”

Publica “La playa infinita”, novela donde el protagonista, su alter ego, vuelve a sus orígenes, a la infancia de la Barceloneta obrera y preturística
Antonio Iturbe, autor de "La playa infinita"
Seix Barral

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La infancia, una época que se tiende a idealizar cuando comenzamos a cargarnos de trabajo, compromisos y responsabilidades. Nos pasamos la vida queriendo crecer, hasta que nos damos cuenta de que es mejor aprovechar cada minuto que lamentarse por no poder recuperarlo nunca. En “La playa infinita” (Seix Barral), Antonio Iturbe regresa a su niñez, a un barrio de la Barceloneta donde aún había personas mayores charlando en las puertas de sus casas o aún se respiraba la unicidad de un barrio obrero. Ahora, con esta novela, se cuestiona qué ocurre cuando se regresa y refleja hasta qué punto el ingreso turístico puede ser contraproducente.
-La playa, ¿por qué es infinita?
-Porque es la playa de la infancia. Cuando somos niños creemos que no tienen principio ni final, que los veranos van a regresar siempre. El estado de la infancia es único. Por eso, con el paso de los años, al final siempre queremos volver.
-¿Cuándo se dio cuenta de que sus veranos no iban a volver?
-No hay un momento preciso. Cuando te vas haciendo adulto, hay un trajín de la vida que te hace no darte cuenta de que hay algo que vas perdiendo. Y no es sino al cabo de bastantes años, cuando ha pasado esa primera fase de la juventud, te incorporas al primer trabajo o tienes tus primeras relaciones estables, que te das cuenta de que aquella sensación de los veranos eternos se perdió en algún recodo del camino.
-Hace en el libro un regreso a la Barceloneta de su infancia, ¿por qué?
-A una cierta edad, uno tiene la tentación de volver atrás, porque se idealiza el pasado, las aristas, la cosas más amargas han quedado suavizadas por el olvido, y queda la sensación de ese tiempo donde el futuro estaba intacto. La cuestión es si es posible volver a él o si es un espejismo que, al final, lo que hace es intentar agarrar sombras.
-¿Y qué conclusión ha sacado?
-Cada persona somos un mundo, entonces no quiero establecer un silogismo. Al personaje del libro, lo que le sucede de entrada es un choque de trenes. Él creció en el barrio portuario de Barcelona, donde yo crecí, uno muy humilde, de pescadores, de operarios del puerto, de camareros y, cuando él se va mundo adelante, trabaja como científico y regresa, lo que se encuentra es una explosión turística enorme, con un boom inmobiliario, lleno de turistas en chancletas, acosado por patinetes eléctricos... Se siente más desplazado que en ninguna parte. Pero, al encontrarse a alguien que compartió su infancia con él y que se quedó en el barrio, empieza a conocer qué sucedió en ese barrio e intenta abrir brechas. Pero no voy a revelar si finalmente reintegrarse.
-Este personaje, entonces, es su alter ego.
-Está todo muy entremezclado: lo que he vivido, lo que me han contado, lo que he imaginado... pero naturalmente hay muchísimo mío, porque yo crecí en la Barceloneta y me marché. También he querido recuperar eso, pero, como nos advertía el filósofo Heráclito: no es posible bañarse dos veces en el mismo río, porque o ha cambiado el río, o has cambiado tú, o habéis cambiado los dos.
-Pero Barcelona no deja de ser una gran ciudad, ¿es diferente que irse de un pueblo?
-En realidad, la Barceloneta no era Barcelona. Es un barrio que se construyó extramuros de la ciudad y siempre mantuvo una idiosincrasia muy propia. Para nosotros era como vivir en un pueblo remoto de la España profunda, la misma sensación del Paco Martínez Soria, del paleto que va a la capital, a la gran ciudad.
-¿Cuál es su recuerdo más sentido de aquel barrio?
-(Piensa). Me vienen fogonazos. Uno que sí marcó una época fue cuando un septiembre regresamos al colegio, yo iba a la escuela pública en el barrio, y de repente todo cambió de golpe. Apareció en la puerta del colegio alguien con una motocicleta italiana, muy chula, y se bajó con unos pantalones tejanos, un pelo largo y un macuto al hombre, y se fue hacia el colegio. Resulta que empezaron a susurrar: “Es el nuevo maestro”. ¿Cómo puede ser? Si todos eran unos señores con traje gris, muy viejos, con bigote estrecho... No nos dábamos cuenta, pero en aquel momento España estaba cambiando de arriba abajo.
-Ese cambio del país también lo refleja en el libro...
-Sí, porque al fin y al cabo los cambios personales están integrados en el de la sociedad, de esos primeros años 70 en los que no se podía pronunciar en voz alta el nombre de Franco, a esa llegada de la megafonía, los coches que corrían por el barrio repartiendo caramelos y pidiendo el estatut para Cataluña, las primeras elecciones, que regresabas al colegio al día siguiente y estaba todo lleno de papeletas... Y, de repente, en vez de jugar al fútbol lo que te empezaba a interesar eran las chicas.
-Si pudiera recuperar algo de aquella Barceloneta y añadirlo a la actual, ¿qué sería?
-El paisaje de la gente sentada en una silla en la puerta de sus casas. Una silla plantada en la acera y la gente deteniéndose a charlar. Era una vida mucho más social. Caminar por la calle e ir encontrándote a un vecino tras otro. La vida estaba expuesta, se hacía en la calle. El espacio público y el privado se confundían de una manera indisoluble.
-¿Cuál es la clave para preservar la esencia de un barrio?
-No lo sé, ni siquiera estoy seguro de que no deba perderse. Lo único que tenemos que es indudable y permanente es el propio cambio. No quiero aferrarme a esa idea de abuelo cebolleta de que todo lo pasado fue mejor, simplemente fue distinto. Como reflexión general, Barcelona sí que se ha enloquecido con el turismo como gran fuente de ingresos. Quizá tendría que darse cuenta de que, si la llenamos de franquicias, y no tengo nada en contra de ello, la gente no va a venir, porque vienen a buscar lo que no tienen, lo singular, lo diferente, lo único.
-¿Cómo afecta el debate político en Cataluña a sus ciudades?
-Es indudable que el procés ha sacudido Cataluña y Barcelona, y ha añadido más ruido. Uno, en mi opinión, estéril, que hace que se tapen otros problemas más importantes, como el de acceso a la vivienda. Es una ciudad con problemas de integración, y esta especie de sueño de la república y la independencia, que es un relato que puede ser muy seductor como los relatos de aventuras, al final entorpece que los políticos se centren en cosas importantes del día a día. Es una lástima.
-Una lástima y un riesgo, porque podría ir a peor...
-Efectivamente. De hecho, se va a peor porque creemos que el gobierno catalán está tan ocupado en el procés que le resta energía a la gobernanza del día a día. Llevamos años con gobiernos a medio gas que no acaban de meter mano con decisión a los problemas grandes que tenemos. Barcelona en esto es como si habláramos del Nueva York de Estados Unidos. Hay un crisol de gente de muchos lugares, y en ese sentido el debate procesal se ve mucho más distinto al que se ve en la Cataluña más provincial. Entonces, Barcelona, por suerte, todavía sigue siendo una ciudad abierta.
-Como el Berlín de Alemania, ajeno al resto.
-Sí. No sé si Barcelona al final tendrá que pedir la independencia no solo de España, sino de Cataluña también...