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Vega, sin pedir perdón

La cantautora cierra su gira ‘La reina pez’ con un puñado de canciones que tienen la particularidad de haberse mantenido en el tiempo con la misma sinceridad, honestidad y coherencia con las que fueron concebidas
larazon

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Escuchar la voz de Vega quema. Y lo hace con esmero, a fuego lento. Casi escociendo. Cada una de las palabras que dedica en sus canciones está escogida con exactitud. Sin remordimientos. Sabe qué dice y cómo lo dice. Es una apasionada de la letra contundente enfundada entre melodías afiladas. Va directa a las entrañas. Ahí, a calar. A remover todo aquello que, paradójicamente, le ha permitido mantenerse fiel a su esencia y contrarrestar los vaivenes de la industria. Es decir, los sentimientos. Porque, a veces, se nos olvida que la música es eso. Y ella, durante estos 16 años arañando los escenarios, no sólo ha conseguido zarandearlos con fuerza, sino también templarlos a golpe de preguntas y respuestas. Su último disco, La reina pez (La Madriguera Records, 2018), bebe (o nada, mejor dicho) mucho de esta premisa: hay reproches, pero también alivio. Tan sólo hace falta apuntar con agudeza y dejar que todo fluya. Anoche, en el cierre de su gira en Joy Eslava (Madrid), lo volvió a hacer a conciencia: destapó la herida, prendió la emoción y suturó la piel. Sin pedir perdón.
Si por algo se caracteriza su música es por poner nombre y apellidos a estados y pensamientos que revolotean en la intimidad, pero que encuentran en sus notas ciertas dosis de compresión. “Soy también de carne y hueso, no sólo un simple recuerdo que se pueda abandonar”, reivindicó en Después de ti. “Y es que, quizás, fui yo quien no supo crecer”, cuestionó en Eterna juventud. Es directa. Es plástica. Es pragmática. Y en esa dualidad entre la frescura y la sabiduría con que se manejan los autores entregados, Vega ha conseguido perfilar un proyecto con un estilo elegante y reconocible en el que nada queda al azar. Algo que ya se intuía en su atractivo debut India (Vale Music, 2003) y que encontró su estado de gracia en su extraordinario Wolverines (La Madriguera Records, 2013). De este último, desgranó también algunos de sus mejores cortes. Que no te pese, La conjura de los necios y Treinta y tantos pusieron en valor ese don que tiene la cantautora: hacer protagonista de sus historias a todos los presentes. Pues ella canta a la cara, repleta de sinceridad y con la mirada bien alta. Sin pedir perdón.
Incluso cuando lo hace acompañada. Mäbu (Sombras), Guadi Galego (Nueva York), Budiño (Santa Cristina y La reina pez), Andrés Suárez (Santa Cristina) y Eva Amaral (El alud) aportaron su toque propio en unas versiones que, lejos de desmerecer a las originales, las reconvirtieron en otras aún más excepcionales. La conexión que la autora cordobesa mantuvo con cada uno de ellos es fruto de años de respeto y admiración. Sólo de esa forma es posible crear algo tan bonito para la ocasión. La misma en que la protagonista se mantuvo en continuo contacto con su público: perspicaz y esplendorosa tanto en sus intervenciones como en sus interpretaciones. Su voz lució como nunca. De hecho, cuando más se disfruta de ella es en los graves que tanto le caracterizan. Wolverines, Febrero y Haneke destacaron por ello. Aunque también por la fuerte conexión que mantuvo con la banda. Llevan más de diez años juntos, aportando distintos puntos de vista y sumando nuevas experiencias. Todo hecho ha convertido al proyecto de Mercedes en unos de los más compactos y auténticos del mercado. Todo lo que tocan tiene verdad. Van al unísono. Sin pedir perdón.
Una cosa parece segura: donde de verdad merece la pena escucharla es en directo. Hacerlo mientras suenan los acordes de Santa Cristina o Dónde estabas tú es algo que no está almacenado en el formato físico. Hay algo de solemnidad y orgullo que toman la delantera sobre las tablas cada vez que las entona. Entonces, el espacio se vuelve mucho más pequeño y los matices cobran su debida importancia. En este punto y seguido en su carrera, actos de valentía como éste se agradecen. Ella nunca se ha conformado, nunca se ha mantenido, nunca se ha relajado. Cada uno de los temas que enlazó anoche son buena prueba de ello. Desde Cuánta decepción hasta Mi habitación, pues tanto uno como otro tienen la particularidad de haberse mantenido en el tiempo con la misma honestidad y coherencia con las que fueron concebidos. Por ello, seguramente, sigue siendo tan hipnótica como siempre. Vega vale lo que sus canciones. Y, en este mundillo de tendencias efímeras, las suyas siguen permaneciendo en la memoria por su propio peso. Sin pedir perdón.
Y lo hacen, precisamente, por ese pellizco sonoro que provoca la ternura y la congoja que las impregnan. Cuando lo menos lo esperas, llega. Dispuesto a noquear. Pero, en cualquier caso, avivadas por esa atmósfera que pocos músicos son capaces de crear en sus conciertos. Así, la sala madrileña fue testigo de cómo una empoderada Vega susurró con buen gusto todas sus intenciones a golpe de madurez. Ya no es aquella niña de 23 años, naïf y de pelo largo. Ahora las arrugas han tomado su camino. Y, aunque éstas no sean tan visibles en la piel, sí que se notan en sus canciones. Sobre todo, en la que lleva el nombre de su séptimo álbum de estudio. La reina pez la define con exactitud. También a su público. Este himno con reminiscencias beatlianas resulta toda una toma de posturas: homenajea a aquellas personas que nadan a contracorriente, que luchan por sus creencias y que enfatizan sus singularidades. Un mensaje que mucho tiene que ver con el alma y el carácter que esta joven ha sabido mantener dentro y fuera del escenario. Con su especial forma de entender la música. Sin pedir perdón.