Fernando García de Cortázar: «El secesionismo se afirma sobre la negación de la realidad histórica y presente de España»
El historiador, que publica «Paisajes de la historia de España», un repaso de los principales sucesos del pasado y los lugares donde transcurrieron, critica lo que se está haciendo con el castellano en Cataluña y alerta de la crisis cultural que está viviendo nuestro país
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La geografía como tapiz de los sucesos que han marcado nuestro pasado común. Fernando García de Cortázar recorre ciudades, villas y monumentos, desde el norte al sur y del este al oeste, en «Paisajes de la historia de España (Espasa) para enseñarnos un acervo cultural que va desde Clunia hasta Ermua, desde Roma y el Al-Ándalus hasta el franquismo y ETA.
Unamuno, Azorín, Ortega y Gasset, entre otros intelectuales, reivindicaron el paisaje como una manera de entender nuestro pasado. ¿Qué parte de esta mirada es aún moderna?
Esa mirada sigue siendo muy moderna. Es la mirada que inauguran Sterne, Stendhal, Chateaubriand, la mirada con que Claudio Magris, por ejemplo, da forma a esa maravillosa odisea en el tiempo y el espacio que es «El Danubio», un libro a caballo ente la novela y el ensayo, el diario y la autobiografía, la historia cultural y el libro de viajes… El paisaje es historia, evoca las sombras del pasado, las pasiones, los encuentros, las culturas. Con esta idea he escrito «Paisajes de la historia de España», un libro que llevaba tiempo queriendo escribir y con el que sigo fiel a mi empeño de llevar al presente la realidad histórica de nuestro país como algo que nos apela e implica, superando el discurso de la decadencia y el pesimismo, un libro en el que cuento nuestra historia a través de casi medio centenar de lugares y donde he cuidado al máximo la prosa, el estilo.
-Los pueblos reflejan nuestra historia. ¿Cree que el turismo masivo, de alguna manera, convierte el conocimiento en entretenimiento y el monumento en mercancía?
¿Qué no es mercancía hoy? Sin pecar de pesimista, tengo que reconocer que vivimos una crisis radical, difícilmente reversible, de lo que en otra época se entendía por cultura. Los sistemas educativos que antes buscaban la excelencia han sustituido el conocimiento humanístico y científico por la mera adquisición de habilidades lingüísticas y técnicas. Y las voces de quienes habían dedicado años de esfuerzo a construir una idea del mundo han sido reemplazadas por la primacía de las opiniones mientras que las convicciones firmemente asentadas abdican en favor de las pasiones momentáneas. Donde habitaban las ideas y las creencias, se han instalado el escepticismo, la frivolidad y el beneficio económico a corto plazo. Sí, es verdad, existe el peligro de que el turismo masivo convierta pueblos y monumentos en parques temáticos donde el conocimiento se convierta en entretenimiento. Pero prefiero un parque temático al silencio y al abandono. Creo que el conocimiento no debería estar reñido con el entretenimiento. Hay que recordar a Voltaire, para quien aburrir al lector era casi un crimen.
-Usted mismo menciona el Valle de los Caídos. ¿Cree que los lugares que son símbolos o reflejan episodios negros del pasado deben conservarse?
Pienso que los monumentos son paisaje e historia a un tiempo. Y en cierto modo, son también como aquellos hombres de «Fahrenheit 451» que, en tiempos de oscuridad, iban por caminos y vías férreas abandonadas memorizando un libro, frase por frase, para recordarlo y salvarlo de la hoguera. Hay lugares que son la crónica, el recuerdo de una época: a veces es un tiempo de luces, como el aula de Fray Luis de León en la Universidad de Salamanca, y otras de sombras, como el franquismo. Creo que estos últimos también hay que conservarlos. No vamos a tirar el Coliseo porque allí los romanos celebraban matanzas espeluznantes ni las pirámides debido a que fueron construidas con el derramamiento de tanta sangre.
¿En qué considera que debería convertirse este monumento?
El Valle de los Caídos es el símbolo de una época. Derribarlo sería una labor destructiva iconoclasta. A mí me parece bien que se mantenga la abadía, como centro religioso cultural, lo mismo que ocurre en célebres lugares de Europa, pero ya sin esa dependencia de los presupuestos del Estado. Y por supuesto, aunque no sabría muy bien cómo, quitaría al monumento cualquier elemento de exaltación del régimen franquista, régimen que ahora está suscitando una división artificial entre los españoles.
¿Es un error querer limpiar la historia y quitar de ella los pasajes que no nos gustan?
No es un error, es una locura. La historia está hecha de luces y sombras, y la de España no es una excepción. Si ha engendrado tiranos y dictadores también ha dado personajes que no han sucumbido a las tinieblas y han sido leales a los fértiles valores del humanismo: reyes y poetas, músicos y artistas, ministros, pensadores, aventureros… de los que sentirnos plenamente orgullosos. Hoy impera la moda de juzgar el pasado según las coordenadas morales del presente. Y claro, eso no desemboca, únicamente, en la manía de derribar estatuas, sino que también nos aleja del conocimiento verdadero del pasado. Ningún gran personaje de la historia resiste la aplicación de las normas morales de nuestro tiempo. Ninguno, y la explicación es muy sencilla: la historia la hacen personas de carne y hueso, sujetas a los valores y contradicciones de su época. Piense en Alejandro Magno, en Julio César. Mire la conquista de América. Fue cruel y violenta, como todas las conquistas, pero contó con una autocrítica que no se había producido nunca antes en la historia. Ni la Grecia de Alejandro Magno ni la Roma de Julio César se plantearon nunca si sus procedimientos eran o no justos. La España de los Reyes Católicos y de los Austrias, sí. Los informes, las juntas especiales y las leyes de indias revelan el empeño de la Corona por administrar los nuevos territorios con unos escrúpulos de conciencia que todavía hoy, tras siglos de lucha por los derechos humanos, no dejan de sorprender. Había, por supuesto, conquistadores y colonos que actuaban como bestias, pero la política de la monarquía dio a luz el más completo y avanzado cuerpo legislativo de su tiempo, animado por un espíritu de justicia que no se halla en ninguna otra legislación colonial.
Cuando se lee su libro, desde Santiago de Compostela a Estella, desde Ampurias al Escorial o desde Liébana a Cádiz, lo que refleja es el tapiz histórico y geográfico de un país. ¿Cree que esta unidad está poniéndose en peligro por los nacionalismos o las políticas de ciertas Comunidades Autónomas?
Sí, lo creo. Paradojas de la historia, justo cuando disfrutamos de una democracia moderna, de una España de ciudadanos libres e iguales, es cuando nuestros líderes políticos más se empeñan en levantar un discurso de separación. Se ha convertido en tópico decir que el paso de la dictadura a la democracia se hizo a costa de la memoria, echando una losa de silencio y olvido sobre la guerra civil. No es cierto. El recuerdo de la guerra civil a partir de una interpretación no maniquea de la misma fue clave en la conquista de la democracia. Lo que sí se produjo en la Transición, y se ha agravado con el tiempo, gracias al empuje voraz de los nacionalismos y a la frivolidad de los partidos de ámbito nacional, fue el abandono de la idea de nación, como si esta perteneciera exclusivamente al patrimonio franquista, quedando relegada al olvido la España de Galdós, de Machado, de Ortega, la España de Cervantes y de Velázquez, de Goya y Jovellanos… Nos podemos sentir españoles no solo porque haya una Constitución que respeta nuestros derechos y libertades individuales, que nos garantiza una serie de valores y de principios; sino porque también España tiene un patrimonio cultural como tienen pocos países. Tiene una literatura bellísima, un idioma común extraordinario... Y porque, lo recuerdo a través de este libro, ha influido muchísimo en el mundo, de tal forma que el mundo sería distinto sin la aportación de España.
¿Qué le parece la idea de federalismo cultural?
Una tremenda barbaridad. Las piezas de las que se dice que podrían ser trasladadas son verdaderos iconos de España y deben estar en un gran museo nacional como el Arqueológico o el Prado. La Dama de Elche es el recuerdo más hermoso que nos ha llegado a todos los españoles de los años en que griegos, fenicios, iberos y celtíberos poblaban España. Y por supuesto, la muestra más inolvidable del cruce de caminos que constituyó la civilización ibera. Es «la Antigüedad de España». No estaría mal recordar a algunos listillos que el Guernica de Picasso recibió este nombre porque el poeta bilbaíno Juan Larrea sugirió al pintor que la obra encargada para el pabellón español de la Exposición Internacional de París escogiera como tema aquel terrible episodio. Picasso, que no conocía la villa vasca ni la visitaría jamás, entendió en seguida lo que suponía Guernica. No sólo el horror de la guerra civil española sino el horror de todas las guerras. El horror universal. Confío en que los holandeses no nos pidan el magnífico cuadro de Velázquez «Las Lanzas» porque recuerda la rendición de Breda. ¡Ojo con el Museo del Prado! A mí me gusta recordar lo que decía Azaña: que ese Museo es más importante para España que la monarquía y la república juntas.
Hay una frase en su libro: «Hay lugares que contienen la memoria de toda una época». ¿Esta memoria está en peligro?
Sí, por supuesto. Hoy la irrelevancia del discurso separatista ha llegado a cobrar una fuerza innegable. Y como cualquier secesionismo, lo hace afirmándose sobre la negación de la realidad histórica y presente de España. No es la primera vez que ese nacionalismo separatista, flanqueado por un rancio populismo, proclama que España es una falsedad, pero sí que consigue cierta audiencia, además de la parálisis inquietante, cuando no la complicidad, del Gobierno. Con «Paisajes de la Historia de España» he querido recordar que España no es una abstracción ni un mero trámite legal cumplimentado en 1978, es el fruto de una larga tradición, de un prolongado hermanamiento, de un deseo claramente expresado de continuar la vida en común… el producto de un enriquecedor proceso de mestizaje y de un ímpetu cultural desarrollado a lo largo de los siglos.
Un capítulo lo dedica a Ermua. ¿Es allí donde la sociedad se sacudió el miedo al terrorismo? También cuenta aquí cómo los terroristas profanaban la tumba de Miguel Ángel Blanco y cómo se tuvo que trasladar.
Por mucho que pasen los años, en Ermua yo sigo oyendo los gritos de la gente y viendo las pancartas y carteles que inundaron aquel terrible mes de julio de 1997 en que ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco. ¿Cómo olvidar la crueldad de los terroristas? ¿Cómo olvidar que, por unas horas, por unos pocos días, el miedo cambió de bando, en tanto la ciudadanía vasca se vio empujada a desterrar ambigüedades y equidistancias y a proclamar si estaba del lado de los verdugos o de las víctimas? Sí, Ermua es un punto de inflexión. Para mí, como bilbaíno, como vasco, la respuesta al secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco significó mucho. Supuso la esperanza de que se cambiara una sociedad en buena parte humillada por el nacionalismo terrorista. Se produjo una especie de motín de los resistentes, un motín en el que yo también participé. Y por eso hablo muy en primera persona en este capítulo. A lo largo de mis años de escritor he visto que es bueno en un momento que aparezca el «yo». En este caso herido, un «yo» desconcertado, que grita ante el horror y se duele al ver cómo los padres de Miguel Angel Blanco, hartos de la profanación continua de su tumba por el nacionalismo terrorista, se vieron obligados a trasladar su cuerpo desde el nicho del camposanto de Ermua al de un pueblo de Orense, donde la España anhelada revivir todos los días en las flores que depositan allí los pacíficos.
El Ministerio de Educación aspira a reducir los conocimientos de Al-Ándalus, Reyes Católicos, los Austrias, el siglo XVIII...
Es una barbaridad, porque priva a los españoles de lo que vengo en llamar el patriotismo cultural, una conciencia nacional, fundamentada en el esplendor de un patrimonio secular del que nos podemos sentir orgullosos. Ni la historia del mundo ni la historia de España son imaginables sin la época de los Reyes Católicos y de los Austrias. Recuerde que es la época del Renacimiento, del descubrimiento de América, nuestro Siglo de Oro…Quien sale aquí perdiendo, una vez más, es la idea de España. Resulta muy preocupante, porque para saber lo que es una nación hay, ante todo, que saber cómo ha llegado a ser lo que es. La historia tiene una dimensión trascendente. Desconocerla es como carecer de derechos civiles. Si se pusiera en práctica esa barbaridad contra la historia de España que la hiciera comenzar en el siglo XIX para satisfacer a los independentistas y populistas, yo exigiría que los nacionalismos vasco y catalán, movimientos tan típicos de esa centuria, aparezcan retratados como lo que fueron, uno de los absurdos más inquietantes de nuestro tiempo, una religión secular, envuelta en mitos de guardarropía, una doctrina irracional, a la que el siglo XX debe su carga de exclusión y violencia. Nuestros alumnos van a tener que conocer al atrabiliario Sabino Arana, inventor del nacionalismo vasco y al supremacista Dr. Robert, alcalde de Barcelona y olvidar a Francisco de Vitoria y Quevedo.
¿Por qué la historia genera tanto malestar entre los españoles?
La historia debe cumplir una misión esencial: iluminar el pasado, sustituir los mitos, leyendas y falsedades por conocimiento verdadero. El problema que tiene España es que hay demasiados intereses creados en torno a potenciar una versión determinada de nuestro pasado. Tenemos la rémora del nacionalismo separatista y a la vez un Gobierno que habita en las coordenadas morales de los líderes totalitarios que sirvieron de inspiración a Orwell para escribir su novela «1984», una izquierda empeñada en reescribir el pasado y manipular el presente a su conveniencia.
¿Los nacionalismos están logrando que el resto de los españoles sientan desafección hacia su pasado?
No es culpa exclusiva de los nacionalismos. Nos hemos tragado la leyenda negra sin ningún espíritu crítico, y lo hemos hecho hasta el punto de que somos la única nación europea que parece avergonzarse de sí misma, la única nación incapaz de aceptar con naturalidad su pasado o de tener una visión positiva de su historia. Según diversos estudios, los españoles estamos entre los pueblos que se ven a sí mismos peor de cómo les ven los demás y también entre los que menos se enorgullecen de su propia cultura. Hay que recordar que hay muchas cosas que recordar. Un país que ha dado a Cervantes y a Lope de Vega, a Velázquez y a Goya, a Francisco de Vitoria y a Miguel de Unamuno, a Tomás Luis de Victoria y Manuel de Falla es un país que puede y debe sentirse orgulloso de su pasado. No se trata de sacar pecho ni de vivir de glorias pasadas, pero sí de dejar de ver nuestro pasado con los anteojos de la leyenda negra, sí de habitar con el corazón nuestra herencia. Europa, el mundo, serían peores, más incompletos o injustos, sin las grandes aportaciones hispanas, sin los traductores de Toledo, el pensar recio de la Escuela de Salamanca, el empuje explorador de los siglos XV Y XVI, las grandes expediciones científicas de los botánicos y médicos del XVIII…
¿Cómo ve lo que está sucediendo con el castellano en Cataluña?
Si fuera solamente en Cataluña…En el País Vasco, Baleares, Valencia y hasta Asturias, con los intentos de cooficializar el bable, el panorama lingüístico es desolador, da miedo. De Galicia también nos llegan algunas noticias incorporándose al aquelarre de la embestida contra la lengua común de los españoles. Pero hablemos de Cataluña, donde la agresión a los derechos individuales de los ciudadanos y el desprecio de la legalidad se ceban en el territorio de la lengua, confirmando la imagen que tienen muchos españoles de que el Estado allí es pura entelequia y sus habitantes viven bajo la bota del independentismo. Desprotegidos en una región sin ley, donde todo vale si está orientado a la consecución de la independencia y donde los gobernantes autonómicos que cualquier desmán en los medios de fomento del catalán está legitimado: De espaldas por completo a la realidad histórica el separatismo catalán considera el español como un idioma impuesto. Su mensaje aparece diáfano: hay una lengua inocente, el catalán y otra culpable, el español, una que fue oprimida, otra que fue opresora. Con esta filosofía, ¡échense a temblar los castellanohablantes! Máxime cuando un presidente de la Generalitat los calificó de «bestias con forma humana: carroñeros, víboras, hienas». El independentista catalán en este exabrupto aparecía como discípulo aventajado del neurasténico Sabino Arana cuando refiriéndose al español les decía a sus seguidores: «Abandonad ese léxico que viene de Castilla, con sabor de moro, olor de sucio judío, de negro y de villano de esas tierras».