“Melvill”: Rodrigo Fresán, a la caza de la ballena blanca
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Por Diego Gándara
Cada nuevo libro de Rodrigo Fresán es una grata sorpresa, una puerta que se abre y por la que se ingresa en un universo que no es mágico ni maravilloso pero sí profundo y posible sobre todas las cosas gracias al poder hipnótico que provoca leerlo, un estilo altamente real. Octava novela después de la proustiana trilogía compuesta por «La parte inventada», «La parte soñada» y «La parte recordada», en «Melvill» Fresán presenta la historia de un padre y de un hijo que, cuando sea grande, será escritor. Y no cualquiera, sino uno de los pilares de la literatura estadounidense: Herman Melville.
El padre tampoco es cualquier padre. Es alguien que la noche del 10 de diciembre de 1831cruza andando el congelado río Hudson y llega a su casa volado de fiebre y delirio y donde muere unos meses después, atado de pies y manos a la cama, envuelto en la espesa bruma de una locura de la que su hijo, que entonces tenía doce años y ya había sido apartado de la escuela, fue testigo. Así, a partir de las figuras del creador de «Moby Dick» y de la de su padre, Allan Melvill, un comerciante de Albany en permanente y definitiva bancarrota, Fresán abre las puertas y los puertos a una historia alucinada y alucinante que se embarca mar adentro tras la estela de esa ballena blanca y gigante que es la memoria congelada de la infancia y, también, la siempre perenne y perdurable relación entre un padre y un hijo que recuerda aquellos años y lo hace como un escritor: imaginando, soñando, escribiendo.
Voces profundas
«Melvill», como aquel «Llamadme Ismael» con que se abre la legendaria «Moby Dick», es una llamada, una invitación a la aventura y una respuesta, quizá, a la vocación literaria y a la vocación paterna, que, como las voces del padre y del hijo, voces profundas que parecen venir desde el mar de un tiempo ido pero presente, se unen y se intercalan y se funden más allá de las tempestades, de los malos tiempos. «Melvill», en todo caso, es todo eso y mucho más. Es un diálogo con el pasado, con la literatura, con la propia obra y un descenso a los inviernos helados de la infancia, ese lugar que crece como decrece el hielo y donde se fraguan todas las vocaciones y donde se responden a todos los llamados, aunque muchas veces se preferiría no hacerlo.
▲ Lo mejor
El estilo personal del autor, que compone un mundo de extraña poesía y musicalidad
▼ Lo peor
Nada podemos decir, porque es una novela redonda, de alguien en la cima de la madurez