Norman Lebrecht: “Einstein encarnaba la perfecta paradoja judía”
En «Genio y Ansiedad», este historiador recorre los personajes clave que transformaron el mundo de 1847 a 1947, un tercio de los cuales era de origen judío
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Llegó un momento en que Norman Lebrecht (Londres, 1948) decidió que solo iba a escribir sobre cosas que llevaran media vida rondándole la cabeza. De esta determinación nació «Genio y ansiedad» (Alianza Editorial), un intento de descubrir «qué hay detrás de que al menos un tercio de los personajes relevantes que cambiaron el mundo de 1847 a 1947 fueran judíos». Según este periodista e historiador experto en música clásica, se trata de un fenómeno que sigue vivo: «Si mira alrededor, verá que mucha de la tecnología que manejamos hoy fue liderada por personas con raíces judías». Su tesis gira en torno a esta cita de Mahler: «Un judío es como un nadador con un brazo más corto, tiene que esforzarse el doble para llegar a la otra orilla».
-¿Ha logrado descifrar el enigma?
-Durante 1.600 años, los judíos no jugaron ningún papel en las sociedades occidentales, fueron excluidos. Hay una teoría que dice que, cuando fueron autorizados a salir del gueto, hubo una explosión de creatividad e interacción con el mundo de fuera. No es una hipótesis correcta porque eso se produjo con Napoléon a finales del siglo XVIII y lo que trato en el libro se refiere a tres generaciones después. En aquella época convergieron muchas personas que pensaban diferente, de una manera que no estaba alineada con la civilización occidental. Imperaban unas normas basadas en la lógica cristiana, griega, y los judíos de los que hablo provenían de otro contexto. Formularon las preguntas desde otro ángulo, se preguntaron cosas distintas. Por ejemplo, ¿cuándo cree usted que comenzaron a analizarse las transfusiones de sangre?
-No lo sé... ¿mediados del siglo XX?
-No exactamente. He formulado esta misma pregunta en una habitación llena de médicos en Oxford y solo uno supo la respuesta. Hasta finales del XIX se asumía que había un único tipo de sangre. La mitad de los pacientes de cirugía moría, pero no por la operación o las infecciones, sino porque les daban la sangre equivocada. Entonces llegó un científico de origen judío, Karl Landsteiner, que se cuestionó el dogma de que todas las sangres eran la misma. Le echaron del congreso anual de medicina porque lo interpretaron como un desafío.
-En el libro asegura que Landsteiner negó a su condición de judío para no ser estigmatizado.
-Exacto. Lo hizo presionado por su madre, que lo obligó a bautizarse con 18 años con la esperanza de que hiciera una gran carrera profesional. Era un hombre extraño y el hecho de que negara su procedencia con tanta fiereza lo confirma.
-¿Para usted se trata de un motivo de orgullo?
-¿Usted está orgullosa de ser española?
-No siempre, la verdad.
-Justo. Yo le daría la misma respuesta. No es una cuestión de orgullo, es quien eres, las condiciones de tu existencia.
-En el libro señala que esta condición de genio no les viene a los protagonistas por el ADN, sino a consecuencia de las experiencias que tuvieron que afrontar.
-Creo que se debe a dos factores. Por un lado, está la transmisión cultural. Hay una forma determinada de hablar, de pensar, de abordar ciertos asuntos. Probablemente, esta condición especial es común, creo, a todos los judíos. Los niños aprenden desde muy pronto a desafiar a sus padres en la mesa, a no aceptar una respuesta porque sí. Tienen mucho pensamiento crítico. Al mismo tiempo, está la conciencia de que la supervivencia es precaria, siempre estás al filo de la navaja. Así que si vas a tratar de impulsar una idea nueva, vas a tener que ser muy creativo y hacerlo muy rápido para tener posibilidades de éxito.
-La actriz Sarah Bernhard fue un buen ejemplo de ello.
-Ella fue la que inventó el concepto de celebridad, y lo hizo para protegerse como judía. Si te conviertes en la persona más famosa del mundo, debió de pensar, nadie se va a atrever a tocarte. Sigmund Freud en sus primeros diez años de trabajo postuló una serie de teorías delirantes y erróneas por la presión de tener que hacerlo a toda prisa para evitar ser expulsado de la asociación de médicos. Ese es el delicado equilibrio entre la genialidad y la ansiedad.
-De Freud escribe que una parte de sus tesis generales está relacionada con la doctrina judía.
-Hay un sistema judío de lógica que data del siglo segundo que se basa en un conjunto de trece normas para analizar un texto. Pues bien, siete de ellas se parecen mucho a las normas de Freud para el psicoanálisis. Y eso que él nunca conoció aquel sistema. Es pura transmisión cultural, subconsciente. No es un tema étnico.
-Sobre Charles Dickens cuenta que hasta el final de su vida no conoció a un judío auténtico, pero que ese encuentro le llevó incluso a revisar el personaje de Fagin en “Oliver Twist”.
-Dickens era un periodista que escribía literatura muy rápido, como si tuviera que cumplir con una hora de cierre. Por ese motivo apenas revisaba lo escrito y tampoco hacía mucha investigación de campo. Creo que, literalmente, no conocía a ningún judío hasta que vendió su casa al final de su vida a la familia de Eliza Davis. Se quedó perplejo de lo amable que eran, sobre todo ella, madre de diez hijos. A partir de ese momento se intercambiaron una serie de cartas en las que ella trató de cambiarle los prejuicios antisemitas de Dickens. Finalmente, lo logró.
-¿Cree que sigue habiendo antisemitismo?
-Claro que sí. Yo siempre había pensado que no me había topado con conductas antijudías, que la gente era hostil hacia mí simplemente por algo que había dicho o escrito. Pero en los últimos diez años me he dado cuenta de la existencia de un antisemitismo organizado en partidos políticos de algunos grandes países. Está de vuelta. Es un odio irracional y tenemos que vivir con eso.
-¿A qué lo achaca usted?
-No soy politólogo, soy periodista e historiador. Creo que nadie lo sabe, seguramente habrá muchas explicaciones, pero lo más importante es que es una realidad. La gente te odiará por ser judío. Hace dos días, estaba paseando con mi esposa por Londres y alguien nos hizo el saludo nazi. No hay que ponerse histérico, pero hay que saber de su existencia. Quizá sea una reacción a la sobreproductividad de los judíos en la historia reciente.
-¿Cómo hizo la selección entre tantas figuras relevantes?
-Bueno, algunas eran obvias. Marx, Freud, Einstein... Otra cosa fue tratarlos desde una perspectiva distinta, estudiarlos como nadie había hecho antes. Yo no sé nada de física, por ejemplo, pero para mí ha quedado claro que el hecho de que Einstein hiciera historia está relacionado con su manera de entender su propia identidad judía. Si te encontrabas con Einstein andando por la calle en Berlín o Princeton y veías que iba moviendo los labios, es que estaba recitando algún salmo que se sabía de memoria, quizá como una forma de abrirse camino a una nueva visión del universo.
-En el libro usted se pregunta hasta qué punto era judío Einstein. Lo llama un “hombre religioso sin religión”.
-Encarnaba la perfecta paradoja judía porque era un hombre religioso que no creía en dios. Buscaba una fuente alternativa a la Creación y, al mismo tiempo, era profundamente judío y siempre estaba muy preocupado por los otros judíos.
-Parece que lo único que no trató de ocultar Kafka durante su vida fue que era judío, aunque padecía “la típica neurosis judía”. ¿Cómo funciona esa neurosis?
-Es la ansiedad. Es todo en Kafka, cada línea que escribe te traslada esa sensación. Encarna una emoción común a todos los judíos.
-Resulta sorprendente lo poco que menciona el Holocausto en el libro. No aparece, por ejemplo, Ana Frank.
-Bueno, es que Ana Frank fue un incidente trágico, pero no contribuyó a cambiar el mundo. Me traté de focalizar más en ciertas respuestas judías ante el Holocausto, sobre todo religiosas, que no son conocidas fuera del mundo hebreo. De alguna forma, el Holocausto no es un problema judío, es un problema alemán.