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obituario
Gene Hackman, extraordinario tipo duro
Una de sus grandes virtudes fue la transparencia, la aparente falta de técnica, la desnudez del gesto, el despojamiento de todo artificio

Ustedes le conocían como Gene Hackman, pero, entre bambalinas, le llamaban Vesubio, porque era como un volcán: nunca sabías cuando iba a estallar, y arrasaba con todo. Había algo en su mirada del James Cagney de «Al rojo vivo», ese gran actor que tanto le gustaba a su madre: una locura autista, una luz de alarma que te avisaba de que le dejaras en paz. Tal por eso siempre rehuyó las entrevistas, no le gustaban las alfombras rojas, tenía fama de mal genio (que se lo digan a Wes Anderson, al que torturó durante el rodaje de «Los Tennenbaums») y era lo que podíamos llamar un llanero solitario.
Fue un marine con serios problemas con las figuras de autoridad. Acaso esa imagen de rebeldía definió la mejor década de su carrera, la de los setenta, convirtiéndole en uno de los inequívocos signos de identidad del New Hollywood. En la figura del «outsider», dentro o fuera de la ley, de gesto adusto y contenido, encontró a la esencia de ese tipo duro, urbano y a la contra, que representaba a un antihéroe que tomaría el control de mandos del cine norteamericano de la época. Fuera como agente antidrogas en «French Connection» (por la que ganó su primer Oscar, y el único como actor principal), como canalla vagabundo en la espléndida «El espantapájaros» (su película favorita), como detective privado que detesta el cine de Eric Rohmer (en la abstracta «La noche se mueve») o como obsesivo experto en vigilancia en»La conversación», Hackman construyó una trayectoria de una solidez incomparable, a pesar de que su físico le alejara de la imagen del galán tradicional. Podía explotar ese aspecto de minero que se acaba de cambiar de ropa en una larga lista de películas comerciales a las que aportó algo de alma («Testigo accidental», «La tapadera», «Marea roja», «Cómo conquistar Hollywood»), pero fue como secundario de lujo (Lex Luthor en «Superman: la película» y el sádico de «Sin perdón», por el que ganó un Oscar al mejor actor secundario) donde demostró que no había papel que le viniese pequeño.
Era, sin duda, un hombre de extremos. El que siempre fue demócrata, el feroz crítico del régimen de Nixon, el protagonista de una película tan progresista como «Arde Mississippi», sentía una natural simpatía por Ronald Reagan. El exmarine, excamionero, ex vendedor de zapatos, fue también ávido lector, pintor y, en la última etapa de su vida, ya alejado de la interpretación, escritor. El estudiante que sacó las peores notas de su curso de actuación en el Pasadena Playhouse –donde coincidió con Dustin Hoffman, el único compañero con quien hizo buenas migas– fue luego un actor unánimemente respetado por toda la profesión. Una de sus grandes virtudes fue la transparencia, la aparente falta de técnica, la desnudez del gesto, el despojamiento de todo artificio, una naturalidad que nacía orgánicamente de su relación con la escena, un realismo áspero y a la vez humilde, en verdad extraordinario.
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