América

Venecia

El «arte» muy bien vendido

«Brokeback Mountain» sólo satisface la intención de ser «modernos» en la ópera, pero se queda en un puro envoltorio sin contenido

El tenor Tom Randle y el bajo barítono Daniel Okulitch
El tenor Tom Randle y el bajo barítono Daniel Okulitchlarazon

«Brokeback Mountain» de Charles Wourinen. Intérpretes: Tom Randle, Daniel Okulitch, Heather Buck, Hannah Esther Minutillo, Ethan Herschenfeld, Jane Henschel, Ryan MacPherson. Coro y la Orquesta Titulares del Teatro Real. Director de escena: Ivo van Hove. Director musical: Titus Engel. Teatro Real. Madrid, 28-I-2014.

Hay que dar la enhorabuena al equipo de comunicación del Teatro Real por su excelente labor a la hora de colocar las actividades del teatro no ya en toda la prensa nacional, sino incluso en la internacional. En las últimas dos semanas parece que no sucede culturalmente nada más en la capital que «Tristán e Isolda» y «Brokeback Mountain». Tanto es así que para la primera se han agotado todas las localidades, lo que no sucedía hace largo tiempo. El nuevo estreno del teatro ocupa portadas en las más prestigiosas revistas especializadas de Europa y América. La citada labor es tanto más de alabar cuando las representaciones de ninguno de los dos títulos lo justifican realmente y cuando buena parte del aparente éxito de ayer, de siete minutos de aplausos, se debe a la clá conseguida tras colocar una apreciable parte de las 350 entradas que quedaban en taquilla una hora antes de comenzar la función.

No se hasta qué punto merece la pena una crítica de la ópera de Charles Wourinen cuando ya ustedes han leído al respecto todo lo habido y por haber, pero toca escribirla. Empecemos por recordar que estamos ante el último gran empeño de Mortier y el penúltimo de su era, pues aún quedan unos muy problemáticos «Cuentos de Hoffmann». Mortier, que es persona de comedidas y simples ideas pero fijas e insistentes, es también fiel a su círculo. Prometió a Glass y a Wourinen que colocaría sus obras a donde fuera tras su precipitada salida de la New York City Opera y así ha sido. Ambas han recalado en el Real a pesar de la oposición en su día de miembros de su patronato como Mario Vargas Llosa o yo mismo, a quienes nos parecía que en España y Latinoamérica existía una cultura más propia en la que inspirarse que Disney o estos vaqueros de Wyoming que hoy nos ocupan. Fue todo en vano porque Mortier, contratado con carta blanca en un momento peligroso para Gregorio Marañón, jamás dio su brazo a torcer en nada.

Polémica y niñeces

Hemos leído luego declaraciones sobre supuestas connotaciones e incluso comparaciones entre «Tristán e Isolda» y «Brokeback Mountain», programadas simultáneamente por Mortier como arma comercial. También, la verdad, se podrían encontrar entre «Romeo y Julieta», «Wozzek» o «Muerte en Venecia», título que se negó a traer al Real a pesar de haber sido coproducido por éste –y por tanto pagado– junto al Liceo. Incluso el de Britten, en año de centenario, también puede considerarse que versa sobre «mariquitas», como me decía un buen y veterano aficionado madrileño ayer en el Liceo. A Mortier lo que verdaderamente le ha interesado siempre es la polémica y aquí nos la trae con la historia de amor entre vaqueros, aunque afortunadamente nuestro público ya pasa de tales niñeces. No hay espacio en estas páginas para filosofar sobre cómo y por qué se establece la relación entre ellos u otros aspectos del fondo de su problemática afectiva y social, sino sólo para analizar la ópera y sus circunstancias.

Comparar las partituras de Alban Berg o Wagner con la de Wourinen cae en la herejía musical, a pesar de las influencias que sobre el americano han representado Schönberg, Stravinsky, Carter o Barbitt. Su lenguaje tuvo vigencia, pero hoy ya está desfasado y la música navega por otros rumbos. Que cada personaje, incluida la montaña, tenga una nota que los caracteriza –si natural, do sostenido y do grave– no es algo nuevo y para el público y hasta para la crítica resulta anecdótico. La duración de dos horas sin descanso es infinitamente más breve que las cinco de «Tristán», pero sin embargo pesan más por su carácter monótonamente reiterativo. El parecido entre ambas, amores imposibles aparte, casi se reduce a que comparten un filtro clave en los sucesos, en una el brebaje mágico y en la otra una botella de whisky, y a que en ambas escenografías son fundamentales los vídeos traseros. ¡Ojalá pudiesen encontrase equiparaciones musicales! La orquesta, con mucha percusión y metal, se luce en su escasamente agraciado cometido bajo la batuta de Titus Engel y los cantantes responden admirablemente tanto escénicamente como a sus particellas de un parlato constante muy propio de un hijo renegado de dodecafonismo y serialismo que hacia los minutos finales pretende volverse más lírico aunque sin llegar a conseguirlo.

La vida operística

Si hacer una película de un texto literario es siempre problemático, aún más lo es traspasarlo a la ópera. El filme de Ang Lee tenía momentos preciosos, unos por la belleza de sus imágenes y otros por la emotividad de las sugerencias. El final, incomprensible para algunos, encerraba uno de sus grandes e interpretativos atractivos, ahora de algún modo desmisteriorizado. El desarrollo, prácticamente en tres escenas, ideado por la propia Proulx, reduce la acción, aunque el filme no durase mucho más, pero funciona teatralmente muy bien. Si no logra la variedad y la coherencia de las quince escenas de «Wozzeck» es fundamentalmente por la partitura, ya que libreto y actuación dramática resultan en el fondo brillantes.

Todas las declaraciones de unos y otros en los medios me han hecho recordar esa hermosa película que es «La gran belleza», de Sorrentino cuando, en una cena en una impresionante terraza junto al coliseo, una de las invitadas cuenta su vida de forma aparentemente convincente, pero el protagonista periodista se la echa abajo demostrando su completa falsedad. Toda la primera parte de esa película, dedicada a una Roma nocturna banal y decadente, y su contraste con el final, me recuerda muchísimo a Mortier y su entorno frente a lo que habría de ser la vida operística auténtica. Si tienen curiosidad y dinero para permitírselo, hay aún disponibles más de cuatro mil entradas. No me cabe duda de que la obra tendrá recorrido, no en vano hoy hay obligación en el público de sentirse «modernos», de convencerse de que las cosas valen lo que por ellas han pagado y en los teatros lo «rosa» llena muchos departamentos artísticos. Yo, parafraseando a Ennis del Mar en su alegato final, juro que no habrá tampoco otra. Sinceramente, me vale más como teatro que como ópera. Y ustedes, los que la vean, ¿tendrán acaso deseos de repetir alguna vez en su vida? Las comparaciones pueden ser odiosas, pero también inevitables y de Berg a Wourinen hay un trecho, el que marca la diferencia entre el flash momentáneo bien vendido y la obra de arte.