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Juego de Tronos

El día que Shakespeare se encontró a Tarantino

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El trono ambiciona un dueño. Prohibido cerrar siguiendo la estela de «Los Sopranos», que fundió a negro nuestros corazones mientras David Chase renunciaba a jugársela. La ficción está más o menos obligada a proporcionar el consuelo, el sentido y los broches que la caprichosa realidad a menudo nos niega. Y solo los más flácidos analistas creerán que el tirano del sillón con espadas será mejor o peor, bueno o malo, luminoso o siniestro, en función de que triunfe la gélida Sansa Stark, una pasiva/agresiva de manual, una chica templada a martillazos en las peores experiencias imaginables, o la visceral, carismática y feroz Daenerys Targaryen, de la que nadie entiende cómo no enloqueció antes, con el memo de Jon Snow a su lado. Gane quien gane ya nadie puede remediar un par de temporadas sin demasiada cabeza.

Con la brújula descontrolada y los guionistas empeñados en dar gusto a sus fanáticos antes que en ser fieles al arco narrativo y emocional de unas historias presionadas por la acumulación de urgencias. El problema no sería tanto la querencia por el recurso plebeyo del «Deus ex machina», que también, como el hecho de que hayan despojado a varios personajes clave de su sacrosanta lógica interna, por muy desquiciada que fuese. Nadie negará la espectacularidad wagneriana de las imágenes. Ni esa brutal crudeza que tanto nos enamoró a quienes temíamos un producto más infantil. O las delicias en forma de crueldades que regalaba en sus mejores temporadas.

Yo, con todo, llegaré hasta el último aliento y no me privaré de imprecar a la pantalla, de aplaudir, maldecir, loar, execrar o jalear cada uno de los minutos que faltan hasta que el cuento acabe. Consciente de que el esplendor en la hierba murió hace demasiado tiempo pero también de que incluso en su estruendoso declive la serie ha sido más alucinada, violenta, morbosa, inteligente y bronca que el noventa y nueve por ciento de la competencia, siempre a caballo de Shakespeare y «Pulp fiction», Tolkien y «La Guerra de las galaxias», «El séptimo sello» y «Dragones y mazmorras». Larga gloria a Poniente.

Le debemos imágenes y escenas impagables, crepúsculos de sangre y fuego, diálogos que habrían deleitado a Frank Nugent o Billy Wilder, y honor para sus caminantes blancos, sus desarrapados zombies, sus guerreros nihilistas, sus hermosas reinas demenciadas, sus lujuriosas putas, sus maquiavélicos enanos, sus habilidosos espadachines, sus asesinos con o sin sueldo, sus jinetes de las arenas, sus reptiles monstruosos, sus lobos, sus ciegos visionarios, sus niñas entrenadas para matar, sus insufribles fanáticos, sus desamparados esclavos. Adiós a la última gran epopeya en televisión de una era acaso irrepetible.