Nazismo

El Tercer Reich amable que Hitler vendía a los turistas

Julia Boyd publica «Viajeros en el Tercer Reich», una recopilación de relatos que exponen el auge del nazismo visto desde los ojos de extranjeros que se dejaban llevar por la propaganda.

En el periodo de entreguerras, tanto cadenas de hoteles como agencias de viajes lanzaban folletos para atraer la atención turística ofreciendo una imagen de un país benévolo y feliz
En el periodo de entreguerras, tanto cadenas de hoteles como agencias de viajes lanzaban folletos para atraer la atención turística ofreciendo una imagen de un país benévolo y felizlarazon

Julia Boyd publica «Viajeros en el Tercer Reich», una recopilación de relatos que exponen el auge del nazismo visto desde los ojos de extranjeros que se dejaban llevar por la propaganda.

Extravagancia, música, sol, innovación, modernidad, cerveza y calles adoquinadas. Berlín, en el período de entreguerras, era eso: pura atracción turística. Había caos, la pornografía no se escondía y la libertad sexual se predicaba. Los alemanes eran felices, vivían con orgullo teniendo en cuenta que el país acababa de salir de la Primera Guerra Mundial. Al menos, eso es lo que percibían los extranjeros que viajaban al país. Julia Boyd acaba de publicar «Viajeros en el Tercer Reich» (Ático de los libros), una obra que, a partir de relatos de primera mano de personas –tanto anónimas como conocidas– que transmitieron en cartas y documentos cómo era la Alemania de entonces, refleja el auge del fascismo en un país que transmitía libertad y bienestar. «Los alemanes establecieron una agencia de viajes que formaba parte de su maquinaria de propaganda», explica la escritora, de manera que «ofrecían una bienvenida muy cálida a los turistas» y, sobre todo, «a los estadounidenses y los británicos, porque querían que vieran cómo Alemania se había recuperado tras la guerra». De esta manera, el país transmitía, para Boyd, dos imágenes: «La que ofrecía la propaganda como hoy hacen las “fakes news”» y, por otra, las desgracias que se escuchaban en otros países sobre el nazismo.

Muchos de estos viajeros –que Boyd divide de forma general en tres grupos: turistas, diplomáticos y periodistas– «ya conocían la violencia en las calles, cómo la gente desaparecía de un día para otro, la prisión sin juicios o la quema de libros». Y es por ello que, además de atracción turística, había confusión. «Los extranjeros pensaba que los periódicos exageraban», explica Boyd, ya que al haber escuchado cosas malas sobre Alemania, «cuando llegaban veían a gente amable, por lo que había quienes pensaban que Hitler era sincero, mientras que otros se preguntaban si realmente se estaba preparando para otra contienda». Esto último, algunos se negaban a admitirlo, pues no querían ni pensar que se avecinara otra con la Primera Guerra Mundial recién terminada.

Del Reichstag a la cocina

En la Alemania de entreguerras hubo (aparente) felicidad, pero también sacrificios llevados a cabo por la gran confianza en Hitler, hacia quien había «una admiración erótica y religiosa» por parte de los alemanes. Ejemplo de ello son las mujeres. Asegura Boyd que es «sorprendente que en la República de Weimar tenían mucha libertad, de hecho en el Reichstag había más mujeres que en cualquier otro sitio y, sin embargo, cuando llegaron los nazis pasaron a centrarse en la cocina, en cuidar a los niños, en ir a la iglesia...». Esta dedicación y devoción por el Führer lo expresa uno de los extranjeros que aparece en la obra de Boyd, mientras que también hay versiones de otras personas «muy conservadoras, que consideraban que aquella época era desordenada». De tal manera que éstos «aplaudieron la llegada de Hitler al poder y estuvieron de acuerdo con la “limpieza” que llevó a cabo en la sociedad», señala la autora.

Todos los relatos que recoje, escritos por estudiantes, trabajadores sociales, así como por personajes como Virginia Woolf, Samuel Beckett o el embajador británico en Berlín, tenían un denominador común, ya que «a todos les llegaba la misma información, de un Hitler que quería salvar Europa para hacerla un lugar más seguro». Sin embargo, confiesa que «si yo hubiera ido en ese momento, lo que me habría echado para atrás habrían sido las leyes de Núremberg, cuando se retiró la ciudadanía a todos los judíos». Para Boyd ese fue el punto de inflexión, como también lo fue «la noche de los cristales rotos, en 1938, a partir de la cual el turismo bajó muchísimo». Todo esto «provocó que los turistas empezaran a ver la realidad de lo que sucedía», pues, continúa, «Hitler fue un monstruo desde el principio». A pesar de toda la música, la fiesta, los paisajes y la imagen sexy que se intentaba transmitir de Alemania, «Hitler era inteligente y creo que siempre supo que lo que quería era expandir el Reich, fue como un experto de las “fake news”».

Trump no es el Führer, pero la libertad tiembla igual

«Cuando Hitler subió al poder se creó una represión brutal y absoluta», expresa Boyd, «cualquiera que se atreviera a contradecir al régimen se le mataba o moría de hambre». Para la escritora, la historia no se repite, pero sí que crea paralelismos: «No soy fan de Trump ni del Brexit, aunque no vivimos en un régimen como el que ocurría entonces». Por ello, expresa que siendo el fascismo el peligro en aquella época, actualmente el problema está en que «cada vez es más complicado cumplir las expectativas de la sociedad», pues los países liberales «siempre están amenazados por el auge de los extremos y, ante esto, hay que trabajar duro y apoyar a que la democracia se mantenga».