Historia

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Gran Hermano: La vuelta del líder supremo

La reciente victoria de Vladimir Putin y el hecho de que China haya aprobado la ilimitación de mandatos para Xi Jinping, presidente de su país, revela la vuelta al culto personal en la política

A la izq. Vladimir Putin, el nuevo zar de Rusia. A la der. Mao, quien se convirtió en el rostro de una nación en China
A la izq. Vladimir Putin, el nuevo zar de Rusia. A la der. Mao, quien se convirtió en el rostro de una nación en Chinalarazon

La reciente victoria de Vladimir Putin y el hecho de que China haya aprobado la ilimitación de mandatos para Xi Jinping, presidente de su país, revela la vuelta al culto personal en la política.

En el famoso verso 20 del «Cantar del Mio Cid» se puede leer «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor!», en referencia al rey Alfonso VI. Algo parecido se encuentra en los versos 992-993 del «Perceval» de Chrétien de Troyes, pero al revés, cuando el rey Arturo dice del caballero: «ha tenido un mal maestro; mas podría ser un valioso vasallo». No pocas veces se ha sentenciado lo mismo en los últimos doscientos años para alegar que el pueblo posee virtudes que no son correspondidas por sus líderes. Hace tiempo que la historiografía dejó de lado la «historia de los grandes hombres» como una manera de explicar las épocas, en pos de desentrañar los sujetos colectivos. Sin embargo, la búsqueda y conservación de los «líderes supremos» es un fenómeno recurrente y significativo. La última victoria electoral de Vladimir Putin, este mes de marzo, con el 76 por ciento de los votos, es una buena muestra. A la postre, estará más tiempo en el poder que Stalin.

Las claves de los liderazgos fuertes de los dos pasados siglos, de esos que marcan una época, incluso que le dan un nombre, son varias. La primera es la situación sociopolítica, no la económica; de hecho, esas personas no surgieron en los momentos de mayor miseria, sino cuando existía una crisis de régimen o una quiebra, un enorme desorden público, un vacío espiritual o una desafección irrefrenable. El bonapartismo fue el primer fenómeno, el síntoma de un momento, haciendo casi verdad el culto al ser supremo que había impuesto Robespierre en 1794.

Napoleón Bonaparte no hubiera sido quien fue sin Sièyes ni Fouché, quienes urdieron el golpe del Dieciocho Brumario y acertaron con el personaje que debía representar el papel de salvador nacional, luego de guardián del orden y la paz, para terminar con todas las trazas de un endiosamiento. No hay más que leer las notas prepotentes que escribió a «El Príncipe» de Maquiavelo para comprender que el líder supremo ha de creerse ese mandato providencial.

El corso era presentado como el único hombre capaz de encarnar las virtudes republicanas y patrióticas con la forma monárquica. Cimentó su poder en una férrea dictadura interna y en el belicismo exterior, lo que sirvió para mantener el poder omnímodo en Francia y, gracias al saqueo de otros países, financiar su régimen. El plan se presentó como la unión del pueblo francés en el cumplimiento de una supuesta misión histórica. Aquel personaje, como reflejó Stendhal en «Rojo y negro» (1830), era el espíritu de la grandeza de Francia. Bonaparte trazó así las características básicas del modelo contemporáneo de líder supremo.

Cuestión social

Otros líderes pasaron por el siglo XIX, transformadores o de consenso, revolucionarios o conservadores, ya fueran políticos, militares o ambas cosas, como Garibaldi, Bismarck o Cánovas, pero ninguno con las trazas de supremo. Napoleón III lo intentó pero, salvo la impronta arquitectónica en París, no quedó nada suyo. El motivo de que las décadas centrales del Ochocientos no dieran líderes supremos fue que el régimen constitucional estaba en pleno funcionamiento y expansión, atendiendo a la cuestión social al tiempo que se ejercían ampliamente los derechos individuales, salvo el sufragio universal. La crisis de esta fórmula, no obstante, explotó en la Guerra del 14. La desafección hacia el liberalismo y la democracia inundó la política, y aparecieron las opciones autoritarias y totalitarias, siempre vinculadas al líder carismático, como escribió entonces Max Weber. Las masas irrumpieron en la vida pública. Todo se pensó y construyó para ellas, desde el cine a la radio, el transporte, los grandes mítines y los eventos deportivos. El «hombre-masa», en expresión de Ortega, buscó fórmulas políticas que pusieran orden al caos, que detuvieran o encauzaran esa «decadencia» de la que hablaba Spengler. En medio de esa situación surgieron de nuevo los líderes supremos, siempre vinculados a postulados antidemocráticos.

Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, cuya trágica sombra se extiende hasta el día de hoy, fue un burgués que no trabajó jamás, pero que fue capaz de unir tras de sí a un grupo de profesionales de la revolución y el golpe de Estado. Se armó con una ideología que prometía un inminente paraíso en la Tierra si se eliminaban los obstáculos materiales y humanos. «Pan y paz», decía el eslogan populista de Lenin. Trotsky, como contó entonces el periodista Curzio Malaparte, fue quien ideó su Dieciocho Brumario. Dieron así un golpe de Estado en noviembre de 1917, y disolvieron en enero de 1918 la Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal, cuando iba a elegir un gobierno legítimo. La guerra civil sirvió a los bolcheviques para la eliminación del enemigo interior y la intervención exterior, como supieron finlandeses y alemanes entre 1918 y 1923, para unir a la gente frente al extranjero. Lenin se convirtió en el líder supremo, con cuya persona se identificaba un régimen, un pueblo, un espíritu y un proyecto.

Ese modelo lo siguió Mussolini, que procedía del Partido Socialista, y que fundó el Partido Fascista. Para el fascismo todo era el Estado, cuyo cuerpo era el pueblo italiano, y él, el Duce, su encarnación, la viva voz de su identidad y proyecto. El culto al líder, el reinvención histórica, la exaltación patriótica, la represión interna y el aventurerismo bélico exterior, eran sus señas de identidad. Sin embargo, fueron Hitler y el nacionalsocialismo quienes perfilaron mejor el modelo. El «Führerprinzip» suponía el enlace entre el espíritu del pueblo, la ente, el partido y el líder. Las formas eran mussolinianas pero el fondo era leninista, como comprobó el periodista Chaves Nogales.

Liderazgos

Era un endiosamiento similar al de Lenin en la URSS de Stalin, otro líder supremo del proletariado mundial, no solo para los rusos, sino para muchos intelectuales y políticos occidentales. En tiempos de incertidumbre y gran propaganda, la necesidad popular de un guía protector facilitaba el éxito de estos personajes. Las consecuencias de aquellos liderazgos, con esas ideologías, las expuso bien Stefan Zweig, cuando, aterrado por sus consecuencias para la libertad, el individuo y la misma civilización, escribió: «Mi hogar espiritual, Europa, se ha destruido a sí mismo». La «nueva política», al decir de George L. Mosse, que habían desatado Mussolini, Hitler o Stalin, había transformado sus sociedades en granjas orwellianas, pero sin rebeldes.

La Guerra Fría permitió la aparición en los países no democráticos de más líderes supremos, autócratas que hicieron un régimen a su imagen y semejanza, como Fidel Castro o Francisco Franco. Las democracias, sin embargo, facilitaron la circulación de élites y la aparición de dirigentes, desde Churchill a De Gasperi o Adenauer, Thatcher o Reagan, pero ese tipo de líder no era el del ingeniero social o constructor de comunidades. El derrumbe del Muro de Berlín y el colapso del comunismo en Europa deshizo los falsos paraísos, y supuso la irrupción de la democracia en los países. Allí donde el sustrato político y psicológico de la población, o la tradición cultural, lo permitió, como los países bálticos, Polonia, Hungría, Ucrania o la extinta Checoslovaquia, las élites políticas pusieron en marcha las instituciones.

Sin embargo, en Rusia, cuna del populismo campesino en el XIX y del peor totalitarismo del XX, ha encontrado su Dieciocho Brumario posmoderno, suave, con formas democráticas: un líder que encarne la historia gloriosa e imperial, paternalista y rígido. La oposición no es alternativa de gobierno no solo por decisión popular sino por interés gubernamental. El nuevo líder supremo está marcando una época en la historia de Rusia. La Historia dirá si la sociedad rusa y el orden europeo no siguen la misma senda que en épocas anteriores.