Miguel de Cervantes

La lengua de Cervantes

La Razón
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La modesta comitiva que, hace hoy exactamente cuatrocientos años, acompañaba los restos mortales de Miguel de Cervantes desde la casa mortuoria en la madrileña calle del León, esquina a Cantarranas, a la cercana iglesia de las Trinitarias donde quería ser enterrado, no era, desde luego, la que correspondía a un hombre que, andando el tiempo, se convertiría en el español más universal: unos cuantos cofrades de la Orden tercera de San Francisco a la que, desde hacía poco tiempo se había adscrito, y unos pocos familiares y amigos. Es verdad que a la misma hora todo Madrid procesionaba con la popular Virgen de Atocha en rogativa para pedir la lluvia. Y, por qué no decirlo, porque la fama en vivo la ocupaba el todopoderoso Lope de Vega, que despreciaba olímpicamente a Cervantes como poeta y consideraba «necio» alabar a don Quijote.

Veinte años de silencio desde la publicación de «La Galatea» en 1585 pesaban mucho, y, por supuesto, quién se acordaba de las veinte o treinta obras de teatro que, según don Miguel había estrenado con discreta aceptación; él mismo reconocía que Lope había arrasado y se había alzado con toda justicia con la «monarquía cómica». Pero El ingenioso hidalgo había saltado el océano nada más publicarse y en los carnavales del Cuzco y hasta en las procesiones de la Virgen figuraba todo el cortejo del Caballero de la Mancha. A mayor abundancia, Cervantes, que en todos los prólogos de sus obras mostraba una clara preocupación por la fama póstuma, presumía, con razón, de haber abierto el camino por el que en lengua castellana se escribieran novelas al modo italiano, como sus «Ejemplares» (1613); un año antes de morirse había completado la soberbia Segunda Parte del Ingenioso Caballero; tenía adelantada la redacción del «Persiles», de cuya suprema calidad literaria no dudaba, y aún le quedaban ganas de componer otro par de obras a las que andaba dándole vueltas y la Segunda parte de «La Galatea». Un pobre entierro, pues, aunque le esperaba el cariño de las monjas, entre las que se encontraba su hija natural, Isabel, convertida en Sor Antonia de San José, y la madre, una dama portuguesa que en religión se llamaba Mariana de San José.

En toda la obra cervantina, y en particular en «El Quijote», se muestran patentes dos preocupaciones: la fuerza de la invención y el cuidado y enriquecimiento de la lengua. «Pasa, raro inventor, para adelante con tu sutil ingenio», le dice el dios Mercurio en el alegórico «Viaje del Parnaso»; y cuando llega a presentar sus credenciales ante Apolo, no tiene recato él en afirmar: «Yo soy aquel que en la invención excede / a muchos; y al que falta en esta parte, / es fuerza que en su fama falta quede». La invención era para él criterio primero de valoración de una autoría.

Por lo que hace a la lengua, ya en el prólogo de «La Galatea» habla de «abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana entiendan que tienen campo abierto [...] puede correr con libertad» impulsados por el ingenio. Fue exactamente lo que él hizo con su Quijote. Ya en el prólogo le recomienda su fingido amigo que «a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas» cuente la grandílocua historia soñada por don Quijote-Alonso Quijano. La ideología naturalista del siglo XVI llevaba aparejada la reivindicación del lenguaje del pueblo. En esa línea le explicará don Quijote al Caballero del Verde Gabán que será perfectísimo creador quien mezcle naturaleza y arte.

Es lo que él hace elevando la lengua viva del pueblo a categoría de arte en un libro que es más contado, hablado, que escrito. «El Quijote» viene a ser un gran retablo de la comedia del arte. Cervantes va moviendo los hilos del tinglado, como dice E. Auerbach, en una actitud neutral. Si la pluralidad de autoría disloca de continuo las perspectivas, estas se multiplican con las variadas historias que ensanchan a la principal. Y, de modo paralelo, voces y ecos producen una auténtica polifonía lingüística. Hay dos cuerdas que en ella armonizan el deseo cervantino que su amigo formula en el Prólogo: «salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo de manera que, al leerlo u oírlo, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente...». Todos estamos llamados a participar de la historia. Cada uno ha sentido vibrar las cuerdas de la lengua en sintonía con sus sentimientos gracias al enriquecimiento que él multiplica. Por eso el español ha sido y es, en su universalidad, la lengua de Cervantes.

*Director del Instituto Cervantes