Festival de San Sebastián

Larraín: «Mi mirada a Neruda es compasiva pero peligrosa»

El director presenta en San Sebastián su «anti-biopic» sobre el poeta, que ha indignado a la izquierda cultural de Chile y entusiasmado a la crítica internacional.

La interpretación de Luis Gnecco (en primer plano) como Neruda ha sido alabada por la Prensa internacional
La interpretación de Luis Gnecco (en primer plano) como Neruda ha sido alabada por la Prensa internacionallarazon

El director presenta en San Sebastián su «anti-biopic» sobre el poeta, que ha indignado a la izquierda cultural de Chile y entusiasmado a la crítica internacional.

¿Se imaginan a un nieto de la oligarquía franquista –un tipo apellidado Queipo de Llano o Arias Navarro, por ejemplo– firmando un «biopic» sobre Lorca? ¿No pondría el grito en el cielo media España? Pues así, o similar, ocurre en el caso que nos ocupa: con Pablo Larraín y con Chile, Pablo Neruda mediante. «No puedes filmar a una estatua», defiende el director chileno. Por tanto, lo que ha hecho es bajarla del pedestal para exponerla a una mirada poliédrica, lo más alejada posible de la hagiografía, rayando a menudo la parodia. Y, al tiempo que cosechaba aplausos en Cannes (hará lo propio hoy mismo en San Sebastián durante su presentación dentro de la Sección Perlas), se ha ganado la enemistad de mucha gente en su país.

«Cuando haces una película sobre Neruda, debes que entender que todo el mundo tiene una opinión al respecto en Chile y que Neruda es una abstracción, es inasible, imposible de capturar –explica el realizador a LA RAZÓN en la terraza del hotel María Cristina, salvaguardados bajo el entoldado del chaparrón–. Así que, cuando tomas decisiones y aparece ante la cámara un cuerpo humano que lo interpreta, sabes que inmediatamente mucha gen- te va a reaccionar mal». Pero el debate va más allá del propio Nobel y ahí es donde Larraín se pone serio y exhibe, en el buen sentido, su ego artístico: «Por cuestiones de naturaleza familiar hay gente en Chile a la que no le gusto y no le voy a gustar nunca. Me parece bien y no me importa. Yo no estoy en el cine para hacerle cariñitos a nadie o caer bien. Hago las películas que quiero y me interesa poner a mis personajes en peligro, en riesgo. Por eso digo que yo no filmo a una estatua, sino a una persona, y esa persona tiene problemas, anhelos y deseos».

Nobleza colonial

Conviene explicarse: Larraín es un apellido muy específico en Chile. Según un crítico chileno, «para cualquier mediano conocedor de la historia nacional, decir Larraín en Chile no es tema baladí. Los Larraín conformaron la nobleza colonial: el clan de los Ochocientos». Así pues, ¿un nieto de oligarcas, un «vizcaíno», filmando la vida del hijo del ferroviario, el poeta de los desamparados? Sólo así se entienden titulares como «el fastidioso y poco creíble Neruda de Larraín» o las invectivas de Víctor Pey (amigo del vate en los tiempos que relata la cinta) y del presidente de la Fundación Pablo Neruda, para quien el retrato de Larraín es directamente «bufo».

A nada de todo esto se hubiera llegado si el chileno fuese un mediocre hacedor de imágenes. Pero Larraín es un excelente director en alza («No» o «El club» están ahí para atestiguarlo) y la resonancia de este hipnótico collage sobre el poeta ha avivado el debate sobre cómo se debe tratar un mito. La apuesta de «Neruda», la película, no es desde luego convencional: narrar los meses previos al exilio y la propia huida por la Patagonia del poeta (interpretado a la perfección por Luis Gnecco) desde la perspectiva (y la voz en off) del policía ficticio (Gael García Bernal) encargado de atraparlo. Estamos en 1949: el Partido Comunista acaba de ser prohibido y el senador Neruda, por tanto, desaforado y en busca y captura, se esconderá en la propia capital, Santiago, fastidiado porque no le den caza y por tener que lavar su propia ropa. El poeta de los humildes detesta el contacto con el servicio, se muestra altivo y caprichoso, recita el poema 20 («Puedo escribir los versos más tristes...») en todos lados: en los lupanares, en la calle, en las fiestas de disfraces de una «gauche divine» que mueve a la risa floja y recuerda al más ácido Sorrentino de «Il divo». Porque eso es Neruda: un divo. Y siempre los mismos versos, la misma entonación meliflua: «Pon la otra voz, la de poeta», le dice su mujer, Delia del Carril, mientras lee una carta anodina. Preside un partido que es, básicamente, él: «Pablo Neruda no puso su nombre al servicio del Partido Comunista; puso al Partido al servicio de su nombre», escribiría Pablo de Rokha, poeta y compañero de armas políticas, su enemigo íntimo. Ése es el Neruda de Larraín y, si tenemos que creerlo, todo nace de la más profunda admiración.

Difícil clasificación

«No es mi interés desmitificar su figura. Quizá produzca esa impresión la película, pero yo no estoy interesado en eso. Es una película que nos cuesta clasificar y nos gusta que sea así. Hay fascinación por el personaje ante todo. Neruda era un experto en cocina, un amante del vino y las mujeres, un coleccionista inacabable, un comunista que defendió los intereses de su gente hasta que murió, fue senador y pudo ser presidente de Chile. Es imposible atrapar todo lo que fue Neruda en una caja, menos aún en una película. Aquí presento una mirada compasiva, pero peligrosa, con respeto pero con libertad». Y, sobre todo, con maestría: la suya y la de Guillermo Calderón, quien firma un guión en el que late, a través del personaje del policía (un frustrado «don nadie») la propia impotencia de los realizadores para atrapar al mito, para dar caza al Neruda histórico, al «verdadero», si es que eso existe. Por eso a Larraín le gusta hablar de «anti-biopic» como a Nicanor Parra (seguimos en Chile) de «anti-poema»: «Al principio resulta aterrador acercarte a su figura pero luego, por lo mismo, es liberador cuando asumes que no lo vas a poder atrapar. Yo no he hecho una película sobre Neruda, sino sobre lo nerudiano, sobre su cosmos, un pastiche, un artefacto que vendría a ser una mezcla de géneros: del policial, el “noir” de los 40 y 50, a la “road movie”, el drama, la comedia negra... Y por eso lo de “anti-biopic”. Esta película es un accidente, porque el cine fabrica eso: accidentes». Accidentalmente (o, más probablemente, no), «Neruda» no se presentó en la Sección Oficial del pasado Cannes. Fue a la Quincena de Realizadores. Y la crítica internacional le afeó la decisión al Festival con una ovación cerrada a la cinta. Ahora recala en San Sebastián, donde compite por el Premio del Público dentro de la sección Perlas tras saberse que representará a Chile en los Oscar. Y lo hará a pesar de la polvareda levantada entre la izquierda cultural de su país, pero con el aval de su primer paso en Hollywood: el también «biopic» (también a su modo, claro) sobre Jackie Kennedy. Aunque fue presentada la semana pasada en Venecia, Larraín no se desprende aún de «Neruda». No lo hará nunca: «Las películas se cuidan hasta el final. Trabajé demasiados años en ésta como para olvidarla. La amo. Todas pasan por tu cuerpo y te dejan marcado. Cada película es un tatuaje para siempre».