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Premio Nobel
László Krasznahorkai: el último lobo de la literatura
Novelista de largas frases y visiones apocalípticas, László Krasznahorkai ha consagrado su literatura a la devastación espiritual de Europa Central

Nacido en 1954 en Gyula, una ciudad húngara próxima a la frontera rumana, László Krasznahorkai es hoy una de las figuras más inclasificables de la literatura europea. Estudió Derecho primero, y luego Filología Húngara y Lengua Alemana en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest. Durante esos años, entró en contacto con la tradición filosófica alemana y con el pensamiento oriental, que más tarde tendrían una importancia decisiva en su obra. Se consolidó como novelista a mediados de los años ochenta, en un contexto social marcado por el declive del socialismo real y una incertidumbre espiritual que impregna buena parte de su narrativa. Ya en su primera novela, «Tango satánico» (1985), se advierten los rasgos esenciales de su prosa: frases de longitud extraordinaria que avanzan con una cadencia hipnótica, ausencia de puntuación convencional, una sintaxis envolvente y mental, que reproduce el flujo obsesivo del pensamiento en estado de deriva.
La historia, ambientada en una aldea desolada, se organiza según la lógica del tango —seis pasos adelante, seis hacia atrás— y gira en torno a la llegada de un supuesto salvador, Irimiás, que despierta en los campesinos una mezcla de esperanza y temor. En palabras del narrador: «Los caminos habían desaparecido, la tierra misma había comenzado a descomponerse y lo que quedaba eran huellas de pasos en el barro, puntos de fuga en un paisaje que no ofrecía ya ninguna promesa». El escenario —una Europa rural poscomunista reducida a lodazales, ruinas y esperas inútiles— Krasznahorkai lo convierte en el deterioro del mundo visible en un reflejo de la conciencia. De ahí que sus personajes raramente actúen: más bien observan, rumian, sospechan, temen, se repliegan.
El movimiento en sus novelas, así, es más bien mental. Lo confirma «La melancolía de la resistencia» (1989), probablemente su obra más conocida, donde un pueblo es sacudido por la llegada de un circo ambulante que transporta una ballena muerta. La imagen, entre lo grotesco y lo simbólico, se convierte en el epicentro de una fábula política que bordea lo alegórico sin caer en la abstracción. «Una ballena muerta, pensó Valuska, un cuerpo inmenso, perfectamente inútil, una belleza sin sentido, privada de contexto… como la música», leemos. Esa desconexión entre forma y sentido, entre los signos y su posible verdad, atraviesa toda la novela, donde los habitantes oscilan entre la paranoia, la resignación y una forma de resistencia callada.
Un mundo sin salvación
Más que un simple cronista del desmoronamiento del socialismo, Krasznahorkai ha sido un intérprete del colapso como categoría existencial. En «Guerra y guerra» (1999), una de sus novelas más radicales, el archivista György Korin viaja a Nueva York para publicar en internet un antiguo manuscrito que considera portador de una verdad esencial. La novela entera está compuesta por un único párrafo, sin divisiones, en el que la desesperación se vuelve estilo, y el estilo, filosofía: «He comprendido que el mundo entero va a ser destruido, que no hay salvación, ni refugio, y que cada segundo que pasa es otra forma de fracaso».
Este impulso, que puede leerse como resistencia o como condena, es lo que da unidad a su obra. No hay en Krasznahorkai deseo de épica ni de redención. Sus personajes se mueven —cuando lo hacen— en un paisaje moral devastado, en el que la historia ha perdido su impulso teleológico y sólo queda la obstinación del pensamiento. La acción, cuando irrumpe, es destructiva o ilusoria. En su universo, el tiempo no avanza: se densifica, se hace peso. De ahí que sus frases se estiren hasta el umbral del aliento: no por exhibicionismo formal, sino porque el pensamiento no termina, porque no hay cierre posible cuando se contempla el derrumbe desde dentro.
Su obra posterior ha ampliado el alcance geográfico y espiritual de esta visión. En «Y Seiobo descendió a la Tierra» (2008), Krasznahorkai articula una serie de relatos que transcurren en escenarios diversos —Kioto, Florencia, Grecia, París— y que giran en torno a la aparición de lo sagrado en el mundo, a través del arte, el rito o la contemplación. El tono aquí se aleja del barro rural centroeuropeo y se acerca a una mística del detalle, a la repetición como forma de trascendencia. En uno de los relatos, un restaurador japonés trabaja durante años en una estatua de Buda, sin hablar, sin descanso, convencido de que sólo a través de la devoción en lo minúsculo puede alcanzarse algo que no sea mera técnica: «El tiempo ha dejado de existir para él, sólo existe el momento de aplicar el pincel, el susurro del polvo, la línea que corrige, la línea que reza».
Vida orientalista
Este interés por el pensamiento oriental, por el budismo y el taoísmo, se refleja también en otros libros como «Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río». Krasznahorkai ha vivido temporadas prolongadas en Japón y China, y esa inmersión ha impregnado su prosa de un tono más contemplativo, sin que por ello pierda su tensión trágica. El escepticismo metafísico permanece intacto, aunque matizado por una forma de aceptación que recuerda al zen: la destrucción, después de todo, también es un estado del mundo. Además, a lo largo de su carrera, ha colaborado estrechamente con el cineasta Béla Tarr, cuyas adaptaciones de «Tango satánico» (1994, de más de siete horas) y «Werckmeister Harmonies» («La melancolía de la resistencia», 2000, con guion de él mismo) han dado a la narrativa del autor una dimensión visual y rítmica aún más radical.
En esos filmes, el tiempo se dilata hasta el límite de lo soportable, la cámara gira en círculos hipnóticos, y la música se repite como un mantra sombrío. El propio Krasznahorkai ha dicho que no escribe «para ser leído en la playa, sino para lectores que estén dispuestos a sufrir un poco, y pensar mucho». En efecto, hay algo rigurosamente antipopular en su propuesta estética, pues su obra presupone que el lector aún es capaz de concentración, de lentitud, de entrega intelectual. Que aún es posible leer como forma de pensamiento.
Cabe decir, a este respecto, que sus libros han sido traducidos al español por, en un único caso, la Fundación Godofredo Ortega Muñoz: «El último lobo», una narración en primera persona sobre un largo viaje del autor por Extremadura, es decir, un texto autobiográfico dentro de una trayectoria en la que Krasznoharkai evita los elementos de cariz personal. En esta ocasión, le impactó conocer la historia del último lobo de España; pero sobre todo sus obras se encuentran en la editorial Acantilado, lo que ha facilitado su entrada en el ámbito hispanohablante, aunque su lector natural sigue siendo minoritario: alguien dispuesto a entrar en un lenguaje que se rehúsa a simplificarse, donde cada frase es un desafío. Como dice uno de sus narradores: «No es que el mundo esté en ruinas: es que siempre lo estuvo. Sólo que ahora, por fin, lo sabemos».
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