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Hallazgos arqueológicos

La lealtad más allá de la muerte de los animales

Con el objetivo de profundizar en la relación entre animales y humanos a lo largo de la Historia, un estudio sitúa en una necrópolis de Verona de los siglos III-I a. C. la existencia de perros y caballos inhumados conjuntamente con personas

Lápida funeraria romana de una niña que sostiene a un cachorro en el Museo de Aquitania de Burdeos
Lápida funeraria romana de una niña que sostiene a un cachorro en el Museo de Aquitania de BurdeosArchivo

Todo aquel que conviva con animales o lo haya hecho puede atestiguar que no son una mera compañía, sino que pertenecen a la familia. Como lo ejemplificó Mariano José de Larra en «El doncel de don Enrique el doliente», «el que no ha tenido un perro no sabe qué es querer y ser querido». Pese a ciertas disfunciones, este amor por los animales define en buena medida a nuestra contemporaneidad. El trato a los domésticos, estimados como seres aptos para la satisfacción de las necesidades humanas, ha sido ambivalente. Así, en el caso del perro, el primero en domesticarse en el paleolítico, son habituales las actitudes despectivas desde la antigüedad.

Mientras que los neoasirios calificaban habitualmente a los enemigos vencidos de perros, los egipcios denigraban a todos aquellos a los que estimaban como inferiores, incluidos sus propios aliados, frecuentemente retratados como canes que seguían el instinto de lealtad habitual hacia su amo. Esta minusvaloración también aparece en una Grecia donde se les atribuían rasgos desfavorables, como falta de moderación y vergüenza. Así, en la «Iliada» un enfurecido Aquiles no dudó en calificar a Agamenón de «cara de perro». Aún más, los filósofos cínicos se apropiaron de su nombre en atención a esas dudosas cualidades que, paradójicamente, les facultaba para discurrir de un modo crítico y sin ataduras. No obstante, todo sea dicho, tampoco son infrecuentes en Grecia las muestras de afecto al igual que en Roma. Así, Plinio el Viejo afirmó que «de los animales que conviven con nosotros hay muchos dignos de conocimiento y, ante todo, el más fiel al hombre, el perro, y a continuación el caballo».

Tumbas conjuntas

Así, sobresale en Roma este afecto hacia ambos animales en el ámbito funerario. De hecho, se conocen multitud de tumbas de caballos de campeones del circo pero también de particulares, como el célebre Borístenes propiedad del emperador Adriano al que le dedicó un sentido epitafio. Lo mismo ocurre con los perros. Así, un doliente dueño de Ancona (Italia) enterró al suyo con este epígrafe: «Guardián de mis carros, nunca ladró en vano: ahora guarda silencio y su sombra protege sus cenizas», mientras que en otro hallado en la francesa Auch se lloraba a la perrita Mía con estas palabras: «Cuán dulce fue, cuán cariñosa; mientras vivía se acurrucaba en mi regazo, cómplice siempre de mi sueño y de mi lecho. ¡Oh, desgracia, Mía, que has muerto!». Pero no solo se les dedicaban tumbas, a veces eran enterrados cerca de sus dueños y también aparecían en sus lápidas.

Es el caso de una conmovedora inscripción conservada en el Museo de Aquitania de Burdeos dedicada a la innominada hija de un tal Leto que sostiene con ternura entre sus brazos a un cachorrito picoteado en su cola por un gallo. En torno a esta relación íntima entre animales y seres humanos en el ámbito funerario discurre el reciente artículo colectivo liderado por Zita Laffranchi, Stefania Zingale y Umberto Tecchiati publicado en la revista «PLOS One». El texto analiza la aparición en una necrópolis de los siglos III-I a.C. de Seminario Vescovile (Verona) perteneciente a la cultura celta de los cenomamos, tradicionales aliados de Roma, de perros y caballos inhumados conjuntamente con seres humanos a través de «los datos zooarqueológicos, arqueológicos, antropológicos, isotópicos y paleogenéticos» allí constatados. Aunque este tipo de enterramientos no sean extraños, pues se encuentran tumbas conjuntas desde que ambas especies fueran domesticadas, sí lo son en este contexto sacrificial.

Con respecto a la presencia de caballos, aluden al estatus de los fallecidos y a su uso, pues han encontrado rasgos paleopatológicos en sus esqueletos que les vinculan con su manejo, pero también a la religiosidad céltica y, en particular, a la diosa Epona. Por su parte, aunque no escasean las divinidades célticas representadas con perros ni tampoco descarten que su aparición esté relacionada con su rol en las prácticas cotidianas, en concreto con la caza, estiman sugestivamente que pueda deberse a una influencia cultural grecorromana. En concreto, a dos diosas: a la griega Ilitía, diosa de los partos y las comadronas, asociada a Hécate y Astarté, y a la romana Genita Mana, vinculada al ciclo menstrual y, en definitiva, a la fertilidad, pues a ambas se les ofrendaban canes en sacrificio con motivo de un nacimiento. Sin embargo, consideran que en este caso estos enterramientos de humanos y perros «podrían asociarse con rituales de purificación realizados tras la muerte de un infante para prevenir futuros abortos o muertes prematuras». En definitiva, este hábito funerario parece avalar un rito de paso de una índole muy especial que especifican una interrelación establecida entre animales domesticados y sus dueños que iba más allá de este mundo.