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Philip Marlowe ha vuelto

Philip Marlowe ha vuelto
Philip Marlowe ha vueltolarazon

Recrear a Philip Marlowe, sesenta años después de su muerte literaria, es uno de esos retos que sólo aceptaría un escritor que tuviera un yo a la altura de un irlandés como Oscar Wilde para salir airoso del desafío. Un envite que Benjamin Black ha superado con nota, logrando una mímesis perfecta: el mejor pastiche imaginable. Parte de «El largo adiós», quizá la novela chandleriana más delicada y amarga de su corta obra literaria, con una soberbia elipsis: el fantasma de Terry Lennox como ausencia. Ese oscuro y fascinante personaje que trastoca el mundo de Philip Marlowe en su etapa crepuscular. Black comienza con un encuentro de Marlowe con una rubia de ojos negros, una «femme fatale» que encandila al detective a sabiendas de que es una embaucadora, pero el lector sospecha la doble impostura: la de Marlowe y la de Black.

¿La razón? La comparación con el inicio de «El largo adiós», de la que ésta es una continuación con pretensiones de cerrar el ciclo inconcluso que dejó a Marlowe en el abandono. El enigmático Terry Lennox es un gigoló que seduce a Philip Marlowe desde la primera escena y a quien ayuda a escapar sin otro motivo que su fascinación por el personaje. Aquí reside la diferencia entre Chandler y Black, quedar o no quedar fascinado. Ése es el punto de lectura del que hay que partir. Marlowe es un romántico sensible que no confía en sus semejantes, y hace muy bien. Sabe que Lennox es un gigoló seductor por quien siente una fascinación ambigua: la amistad viril. La última ilusión que Marlowe se permite para reconciliarse con el mundo cruel.

Una añoranza que recorre la novela hasta ese reencuentro final, ya mítico: «No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final». Benjamin Black es un soberbio estilista. Ha conseguido recrear el mundo de Chandler pero no el espíritu de Marlowe. Tarea ingrata, pues ese toque hace del detective de detectives un referente universal es una mezcla de vulnerabilidad, cabezonería y cinismo inasible.

Réplicas chistosas

Todo en «La rubia de ojos negros» está en su sitio excepto esa sentimentalidad que se atisba en las amargas réplicas chistosas del Marlowe chandleriano cuya función es ocultar su debilidad. Benjamin Black ha reconstruido ese mundo repleto de fantasmas del pasado y ha conseguido un relato soberbio de ese universo «camp», donde falta, ay, el toque fascinante de Chandler: el componente romántico y anticuado del perdedor que asume que, para sobrevivir, se necesita, como en el gimlet, una mitad de fascinación y de autoengaño.

Que los gimlets de Victor y el encuentro con Linda Loring hayan quedado como el «Tócala otra vez, Sam» de «Casablanca» es lo que impide que Black sólo pueda crear un mundo paralelo ideal para nostálgicos que sueñan con recuperar la magdalena proustiana.