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Ray Loriga, obsesiones de juventud

Se publica la última novela de un autor que debutó en un clima editorial renovado en el que la juventud era un valor en sí mismo
Gonzalo PerezLa Razón

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En la década de los años noventa del pasado siglo, algo irrumpió en el mundo editorial que condicionó lo que se publicaba y a quién se publicaba dentro de la esfera de la narrativa. Ser joven y escritor estaba de moda, y de repente, las grandes editoriales explotaban una situación que podría ser atrayente a efectos comerciales y publicitarios, creando estrellatos a partir de debutantes en la novela. En verdad, se trataba de un grupo de autores que habían coincidido en el tiempo y que, como cualquier remesa de nuevos creadores, llevaban consigo una literatura atada a su época, a su lenguaje y a su tradición cultural. Y entonces aparecieron etiquetas para parcelar dicha eclosión, como el término «Generación Kronen».
Así los llamó el sociólogo Luis Mancha en un ensayo (publicado por la Universidad de Alcalá de Henares en 2006 y basado en entrevistas) y un documental (del año 2015) llamados de idéntico modo. Por supuesto, el nombre partía de la novela de José Ángel Mañas «Historias del Kronen», que quedó finalista del premio Nadal 1994 y que dos años después Montxo Armendáriz llevaría al cine. Muy poco después, en 1995, en un artículo de prensa, Miguel Ángel del Arco hablaría de «Generación Kronen». Y al final la palabra fue teniendo tanto gancho que, en la actualidad, existe la denominada Semana Kronen en Madrid, que cada septiembre organiza eventos culturales que engarzan con lo que significó ese ambiente «noventero», conectándolo con la actual generación Z.
La novela de Mañas es una especie de clásico contemporáneo para la literatura española, pues no en vano se estudia en segundo curso de bachillerato en algunas comunidades autónomas. El autor ha desarrollado una prolífica carrera literaria, y últimamente se está dedicando al género de la novela histórica. Asimismo, otros autores surgidos en aquella década y que pronto ocuparon páginas de suplementos literarios u obtuvieron premios famosos por sus obras, fueron Luis Magrinyá, Marta Sanz, Juan Manuel de Prada, Ismael Grasa, Benjamín Prado, Juan Bonilla, Daniel Múgica, Lucía Etxebarría o Pedro Maestre, ganador del Nadal por «Matando dinosaurios con tirachinas» –que dijo haber escrito en un par de semanas–, pero que luego desapareció prácticamente del panorama editorial.
El decenio se acercaría a su fin con ese continuo cebo de la juventud, acompañado de una pretensión por refrescar las letras, modernizarlas con un lenguaje desenfadado muchas veces y recurriendo a la cultura pop, la nocturnidad o la vida urbana. Reflejo de ello fue la antología «Páginas Amarillas», una iniciativa de Lengua de Trapo, en 1998. Muchos de sus autores conocían la también novedosa Generación X norteamericana, en un tiempo en que ya había acontecido la Generación del Crack, surgida en los años ochenta en Ciudad de México por Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Alejandro Estivill y Jorge Volpi, a los que se añadirían Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda y Vicente Herrasti (también nacidos en los sesenta). Estos escribieron el cuento «Variaciones sobre un tema de Faulkner», el cual obtendría en 1999 un prestigioso premio; tres años antes habían redactado el «Manifiesto del “Crack”», que rezaba: «Escribir una literatura de calidad; obras totalizantes, profundas y lingüísticamente renovadoras; libros que apuesten por todos los riesgos, sin concesiones».
En contraste con estos «jóvenes de generación en crisis que han crecido en la crisis», como afirmó Estivill, y que pretendían un alejamiento del realismo regional y reflexionar sobre el desencanto, en el plano histórico y personal, que les tocó vivir, la Generación Kronen, aunque Mancha la tratara como un colectivo, supuso un conjunto de individualidades simplemente. Individuos jóvenes que, desde luego, eran hijos de su tiempo y cuyo rasgo más común acaso fuera haber sido una promoción marcada por lo audiovisual, con la televisión como una alternativa plausible de la realidad. Y también por la música rock, en resumidas cuentas, por lo mediático y tendente al espectáculo, a la imagen.

La tentación suicida

Pues bien, más allá de todos los autores que hemos citado, cabe detenerse en el que mejor abanderó esa explotación de su aspecto, Ray Loriga (Madrid, 1967), que solía posar con gafas de sol y un cigarrillo entre los dedos. De hecho, el retrato del escritor que aparecía en la cubierta de su novela «Héroes», de 1994, ya era toda una declaración de intenciones: se le veía en primer plano con mirada dura y el cabello larguísimo, que le tapaba media cara, y dos grandes anillos, uno de ellos con forma de calavera, en la misma mano que sostenía una botella de cerveza. Una estética, pues, transgresora, que buscaba el mismo impacto en el lector o espectador que se sintió escandalizado cuando vio, como contraportada de la primera novela de Truman Capote, «Otras voces, otros ámbitos» (1948), una fotografía del autor –por entonces contaba con veintitrés años–, tumbado en un sofá, en una postura que sin duda trasluciría insinuaciones para todos los gustos. Hoy, con la dictadura de lo políticamente correcto, merece la pena detenerse en eso, pensando que tal vez algunas de aquellas obras de los noventa no tendrían ahora buen acomodo por su lenguaje, atrevimiento o situaciones extremas.
Pero más allá de estos recursos tan atractivos como efectivos, y por supuesto absolutamente legítimos y hasta interesantes, Loriga ha ido desarrollando, durante los últimos treinta años, una andadura sólida –traducida a casi veinte idiomas–, aparte de lanzarse a la dirección cinematográfica y la escritura de guiones. Entre sus novelas, destacaron en su día «Tokio ya no nos quiere», «El hombre que inventó Manhattan» o «Rendición» (Premio Alfaguara de Novela 2017), y ahora ofrece otro título sugerente, «Cualquier verano es un final», que de alguna manera es una continuación de ese ambiente juvenil que tanto se exprimió en tantas obras de los noventa.
Habla en primera persona alguien que dice haber sido rebautizado por su padre con el nombre de Yorick; en efecto, «por un bufoncillo muerto prematuramente en “Hamlet”, sí, el mismo cuyo cráneo sujeta el joven príncipe cuando pronuncia la dichosa perorata». Antes, se ha citado al verdadero centro de la narración, Luiz, por ser el protagonista de un inquietante deseo, esto es, confinarse en un centro que provee de una muerte voluntaria en Suiza. «Nunca animé a Luiz a empeñarse en morir, ni, en contra de los muy extendidos rumores, maté a mi tía Aurora. Ni siquiera maté al capataz de la finca de Pago de San Clemente», dice la voz narrativa, en unos primeros compases en que ya lanzan al lector determinados enigmas que irán dando forma a un relato ágil y sumamente entretenido.
Acompañamos a Yorick, editor de clásicos ilustrados, en sus recuerdos familiares y en torno a Luiz, en una especie de relación casi amorosa que se hace triangular mediante la artista Alma; un personaje aquel del todo excéntrico y atrevido, hermoso y perennemente joven, que nutre la imaginación de Yorick sin cesar en unas páginas con numerosas referencias literarias y musicales. Por cierto, tres décadas más tarde, Loriga vuelve a posar de modo llamativo, con rostro igualmente serio y con un parche en un ojo, producto de una intervención a finales del año 2019 a raíz de la aparición de un tumor cerebral que amenazó con quitarle la vida en cuestión de días. Pero el cuerpo de Loriga no sólo venció el reto de la enfermedad, sino que su creatividad literaria ha permanecido inalterable.