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Especial

Mi deuda con Vargas Llosa, el maestro perspicaz

Es impagable su lección de la defensa insobornable de la libertad, un intelectual y académico que sentía lo que representa la RAE para el idioma que con su literatura tanto honró

Mario Vargas Llosa dies in Lima at the age of 89 TERESA SUAREZEFE

La primera vez que vi a Mario Vargas Llosa en persona fue en Oxford, donde yo vivía entonces, aunque formalmente era estudiante de doctorado en el University College de Londres, pero un físico teórico se podía permitir esas licencias, y pasar por mi college londinense sólo dos o tres veces por semana, lo que no sucedía con mi esposa, física experimental que investigaba en Oxford. Debió ser 1976 o 1977 cuando asistimos a una conferencia que Vargas Llosa dio en uno de los colleges oxonienses, no recuerdo cuál, ni en qué idioma habló, ni siquiera de qué trató, pero sí recuerdo con prístina claridad la impresión de lucidez intelectual, adornada por una exquisita oratoria, que me dejó. Impresión que se repetiría todas las veces que tuve la fortuna de escuchar alguna de sus conferencias.

Lejos estaba yo, por supuesto, de imaginar que llegaría el día en que compartiría con él un lugar en la Real Academia Española. De él como académico lo que puedo decir es que era de una cordialidad y discreción absoluta, y que, hasta cierto punto sorprendentemente, no hablaba mucho en los plenos, a los que asistía puntualmente siempre que estaba en Madrid. No fue un académico que se contentase con hacer ostentación del, sin duda prestigioso, título de miembro de la RAE –¿qué necesidad tenía de títulos, él que los tenía todos?–, sino que sentía la institución y lo que ésta representaba para el idioma que tanto honró, y para los países que compartimos la bendición de esa lengua, la de Cervantes, Teresa de Jesús, García Márquez y, claro, Mario Vargas Llosa.

No soy yo, evidentemente, el más indicado para tratar de la inmensa obra literaria que nos ha legado, pero sí quiero resaltar un aspecto de esa obra, el que más admiro: su capacidad y habilidad para hacer que la literatura enriquezca nuestra visión de sucesos del pasado, sucesos que atentaron contra derechos humanos fundamentales. En varias ocasiones, Vargas Llosa dijo que una de las virtudes de la literatura es que permite vivir miles de vidas, vidas «virtuales» que contribuyen no sólo a entretenernos, sino también a prepararnos para movernos conscientemente en nuestras existencias. Darwinista como soy, podría decir que la literatura constituye un instrumento magnifico en la siempre compleja e imprevisible tarea de vivir, de sobrevivir, no tanto en lo físico como en lo social e intelectual. Vargas Llosa fue un maestro en esto, alertando en algunas de sus novelas sobre lo peor de la condición humana. Estoy pensando en, por supuesto, su muy celebrada «La fiesta del chivo» (2000) en la que da vida al implacable dictador dominicano general Rafael Leónidas Trujillo, o en «El sueño del celta» (2010), en la que recrea la vida del nacionalista irlandés Roger Casement, que denunció las atrocidades cometidas en el Congo Belga, impulsadas por el rey Leopoldo II. Y también en ensayos como «La civilización del espectáculo» (2012), aguda crítica de una idea de «cultura» que ha ido introduciéndose, e imponiéndose, pero que desvirtuaba lo que él, sabiamente, consideraba la «verdadera cultura».

En la elección del título que he escogido para este breve escrito mío, me he inspirado en el que Vargas Llosa escogió para su intervención en una reunión que tuvo lugar del 29 de julio al 2 de agosto de 1991 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, «Encuentro con Karl Popper», en el que yo también participé (Alianza Editorial publicó en 1993 los textos de los conferenciantes). «Mi deuda con Karl Popper» tituló Vargas Llosa su intervención. «Creo que gran parte de lo que he escrito y, sobre todo, lo que he dicho y hecho en el campo intelectual y político desde que descubrí, a fines de los años ochenta, la obra de Karl Popper –dijo entonces– tiene una tremenda deuda con el pensamiento de Karl Popper». En él, en libros suyos como, sobre todo, «La sociedad abierta y sus enemigos» (1945), Vargas Llosa vio y admiró al feroz crítico de los regímenes totalitarios y al insobornable defensor de libertad. «Creo –manifestó también entonces– que no hay filosofía contemporánea o ningún pensamiento contemporáneo que haya hecho de la libertad un hecho tan absolutamente central como el de la filosofía de Popper».

Al igual que Karl Popper, pero provisto con el excelso don de su maestría literaria y su perspicaz e informada visión de la sociedad en que vivió, Mario Vargas Llosa fue un liberal en el mejor y más noble sentido de la palabra. Creo que se equivocó algunas veces, pero eso es asunto de opiniones personales. Y aunque fuera cierto, no puede empañar lo mucho que hizo defendiendo eso que don Quijote dijo a su fiel escudero: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida».

Yo debo a Mario Vargas Llosa la impagable lección de que utilizase su maravillosa literatura no sólo para construir vibrantes historias, que bien las construyó, sino también para mostrarnos lo peor de la condición humana, aquello que causa injusticias, humillaciones insoportables y dolor, mucho dolor. Por su insobornable defensa de la libertad.

  • José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española, en la que ocupa la silla G