Mujeres desconocidas
Lucrecia de León, la profetisa que alarmó al rey más poderoso de Europa, Felipe II
Juzgada por la Inquisición, profetizó la caída de la Armada Invencible, puso en jaque al monarca con sus visiones proféticas y sus sueños documentados constituyen hoy uno de los testimonios más valiosos sobre pronósticos del Siglo de Oro español
Cuando una mujer tiene un mensaje importante que transmitir, suele hacerlo con tal fuerza que inevitablemente se mete en líos. Su arma no fueron las espadas ni los cañones, sino algo mucho más inquietante: sus sueños. Así le ocurrió a Lucrecia de León, protagonista de uno de los escándalos más importantes y mejor documentado de augurios. Sus revelaciones oníricas revelaron secretos sobre la realidad política de su tiempo, convirtiendo en personajes de sus visiones a numerosos miembros de la aristocracia, incluido el mismísimo monarca.
Lucrecia de León nació en 1567 en Madrid, hija de Ana Ordóñez y de Alonso Franco de León, un plebeyo solicitador. Como era habitual en su época, la joven creció sin saber leer ni escribir, educada únicamente en los preceptos religiosos que preparaban a las mujeres para el matrimonio y la maternidad. Lucrecia poseía notable belleza e inteligencia, pero también una frágil constitución que la acarreó frecuentes enfermedades.
Entre 1586 y 1587, fue llamada a servir como dama de compañía de Ana de Mendoza en la corte del palacio real. Era una oportunidad extraordinaria para una joven de su condición social. Estando allí, algo extraño empieza a ocurrir. Comienza a experimentar visiones nocturnas de una intensidad y claridad alarmantes, mostrándole escenas que parecían revelar el futuro del reino y de la Iglesia católica. Aterrorizada por estas experiencias, la joven acudió a sus padres y, especialmente, a su confesor, don Alonso de Mendoza, canónigo de la catedral de Toledo.
Su padre, asustado por el riesgo de un proceso inquisitorial, quiso mantener el asunto en secreto. Pero su madre, movida por la piedad hacia la muchacha, y su confesor, sesgado por sus propias inclinaciones políticas contrarias a los Austrias, decidieron animarla a documentar meticulosamente cada una de las visiones. Dado que Lucrecia no sabía escribir, el fraile Lucas de Allende se convirtió en su escriba entre 1587 y 1591, cuando la visionaria tenía entre 20 y 25 años. El resultado fue una colección extraordinaria de 400 profecías que demuestran que Lucrecia, aunque sin estudios, estaba versada en la tradición escatológica de la época. Sus sueños combinaban referencias bíblicas explícitas de los libros de Daniel, Jeremías y Ezequiel, el Apocalipsis de San Juan y el de Esdras, con una crítica social y política devastadora hacia la España de Felipe II.
En sus visiones, Lucrecia percibe al monarca como el origen de todo lo malo en España, y contempla un reino corrompido por una Iglesia decadente, asfixiado por impuestos opresivos, donde la justicia brillaba por su ausencia para los más desfavorecidos y la defensa nacional se mostraba peligrosamente débil. Sus sueños profetizaron en 1587 la derrota de la Armada Invencible y las terribles tormentas que azotarían a la flota en aguas inglesas. Un año después, en 1588, la realidad confirmó sus visiones y su popularidad creció como la espuma, seguramente porque atentaban contra la tradición asentada por los astrólogos de la corte española, los cuales circulaban regularmente «profecías de culminación» que informaban que el destino de los monarcas era defender la Iglesia y llevar al país a la gloria.
Los alumbrados
Las profecías de Lucrecia no tardaron en circular por Madrid en copias manuscritas, creando una inquietud creciente entre las autoridades: su crítica política lo que realmente preocupaba al poder establecido. El 25 de mayo de 1590, cuando Lucrecia tenía apenas 21 años, la Inquisición llamó a su puerta. Ella lo había presagiado, pero no había entendido su sueño a tiempo. Los temores de su padre se habían materializado. La llevaron a Toledo para ser juzgada, en un proceso que se vio complicado por irregularidades. La acusada estaba embarazada de siete meses y dio a luz en la prisión secreta del Santo Oficio, en condiciones inhumanas. El propio responsable, al intentar absolverla, se vio obligado a dimitir.
Lucrecia no fue la primera en ser juzgada, ya que en los años 1520 y 1530 la Inquisición persiguió a los llamados «alumbrados», videntes con seguidores en Guadalajara, Toledo y otras ciudades castellanas. Eran especialmente vulnerables las mujeres, por su disposición al engaño del diablo. Aunque anteriormente las místicas medievales fueron canonizadas (Hildergarda de Bingen, Brígida de Suecia o Catalina de Siena), a partir de 1416, la «inspiración femenina» fue entendida como un «delirio diabólico». Una notable excepción fue Teresa de Jesús (1515-1582), casi contemporánea de Lucrecia, fundadora mística de la Orden de las Carmelitas Descalzas y canonizada en 1622.
Finalmente, Lucrecia fue declarada culpable pero la sentencia del auto de fé se limitó a cien azotes, al desarraigo y a la muerte social, al ser desterrada de Madrid y reclusión en una casa religiosa por dos años. En 1595, Lucrecia recuperó la libertad, pero su familia la había abandonado junto con su hija. Desconocemos qué ocurrió a partir de esa época. A pesar del malestar de la Iglesia, siguieron apareciendo clarividentes y videntes femeninas, que en ocasiones se convirtieron en figuras de veneración local y peregrinación popular.
La historia de Lucrecia de León representa uno de los casos más fascinantes de profecía política en la España del Siglo de Oro.