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Anécdotas de la historia

María Cristina me quiere gobernar

La regente de la corona española, tras la muerte de Fernando VII, encontró el amor en Fernando Muñoz, el hijo de un estanquero, con quien tuvo ocho hijos

María Cristina, regente de España
María Cristina, regente de EspañaWikipedia

El oscuro bosque de pinos se extendía a uno y otro lado del camino a Segovia. La berlina atravesaba la sierra del Guadarrama de noche, resistiendo al temporal. Dentro del coche, la regente María Cristina clavaba su pupila italiana en cada sombra impenetrable, temiendo que saliera uno de esos espectros que pueblan las leyendas. Tenía 38 años. Había enviudado tres meses antes, en octubre de 1833, tras el fallecimiento de su tío y marido Fernando VII. La mujer estaba temblando de frío y miedo, demostrando que la imaginación es un caballo que se desboca cuando el paisaje parece muerto. Cuando acercaba la cabeza a la ventana de su berlina solo veía nieve bailando entre los árboles al capricho del viento. Fuera, los guardias cabalgaban completamente embozados, entre ellos, Fernando Muñoz, el hijo de un estanquero de Tarancón; vamos, de un vendedor de productos monopolizados por el Estado, como el tabaco, la sal, el papel sellado o los fósforos. Dígase esto con todo el romanticismo correspondiente.

Los dos pollos se conocían. Fernando pertenecía a la Guardia de Corps. Era un tipo apuesto y coqueto. Se había hecho un retrato en el que aparecía con la mano en la cadera mientras un sirviente negro le miraba aburrido desde el fondo. Todavía tenía una melena que coronaba una cara con ojos oscuros, cejas pobladas, mofletes pellizcables. Practicaba una voz digna de los tres tenores. Cuando hablaba parecía que daba paso al coro de Nabucodonosor. Eso sedujo a la joven viuda María Cristina. La gente que murmuraba por las esquinas de las tabernas aseguraba que se conocieron en las caballerizas de Palacio. Al verse, decían las lenguas bífidas como el yogur, él sentía avutardas en el estómago y a ella le salían tales chiribitas de los ojos que varias veces acudieron los bomberos de Palacio. Sin embargo, aplacando a la naturaleza, ambos prefirieron reservar su solaz para otro momento.

Un flechazo sangriento

Esa ocasión llegó en la travesía del camino segoviano, en diciembre de 1833, cuando iban a la Real Quinta de Quitapesares. El nombre de la finca fue premonitorio. El trayecto parecía sacado de una novela gótica, con aullidos de lobo, nieve, sombras y un castillo negro en el perfil del paisaje. Para colmo de males, una piedra en el camino le enseñó que su destino era sangrar y sangrar. El bache hizo que María Cristina aplastara su dulce naricita en el cristal de la berlina. Tras el quejido sintió que un líquido cálido y dulce llegaba a sus labios. Se llevó un dedo a la boca y al separarlo comprobó que era sangre. «¡La Reina está sangrando!», gritó la dama de honor. «¡La Reina está sangrando!», repitió el conductor. «¡La Reina está sangrando», dijo el capitán a los suyos. Fue entonces cuando Fernando Muñoz sacó un pañuelo de la manga, y gallardamente, apretando el brazo para sacar molla, se lo acercó a la Regente. La joven, visiblemente ruborizada, lo depositó en su real napia para taponar la sangría. Al minuto, aunque para los dos pollos fueron horas, quizá varias eternidades, nadie lo sabe a ciencia cierta, ella le devolvió el pañuelo ensangrentado. El garboso guardia lo tomó, lo llevó a sus labios y lo besó largamente. Todo esto ocurrió con el coche parado y el personal mirando ojiplático, obviamente, no iba a ser en marcha, en mitad de una ventisca, perseguidos por una manada de lobos en el monte de las ánimas.

Ahí, justo ahí mismo, en ese preciso instante, tuvo lugar el flechazo que marcó el futuro de la Casa Real española, del Imperio donde se posponía el sol, y el porvenir de Isabelita, que se había quedado en el Palacio Real de Madrid mamando porque tenía tres años. El resto del viaje fue casi onírico, y tan veloz como si hubieran ido en una locomotora inglesa de vapor. Al llegar a Quitapesares encendieron la chimenea y el amor. Ella hizo llamar al agarbado guardia que gentilmente había prestado su pañuelo. Apareció Fernando por la puerta, llenando el quicio y el corazón de la regente.

El silencio se hizo más pesado que un kilo de merengue, hasta que ella soltó: «¿Será preciso, oh, apuesto guerrero, que sea yo quien se declare?». María Cristina dio un paso para acercarse al núcleo irradiador de su arrobamiento. «¡Señora!», consiguió exclamar el todavía melenudo guardia, que se puso más firme todavía. «¿Me obligarás a decirte, oh, ángel de pudor, que estoy loca por ti, que sin tu amor no soy persona humana ni jurídica, ni siquiera un artículo constitucional?», compuso la viuda vivaraz. «¡Señora!», acertó a repetir el hijo del estanquero. Lo sucedido desde ese instante ha quedado para los anales del amor romántico y reproductivo. Se casaron en secreto el 28 de diciembre de 1833, tuvieron ocho hijos, no todos a la vez, y colorín colorado.