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Tino Casal, la muerte de un alienígena «glam»

Se cumplen 31 años del fallecimiento en accidente de tráfico de un artista único y multidisciplinar cuya creatividad impulsó y rebasó la Movida Madrileña
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Tino Casal envidó el resto de su aliento por la estética. Escultor, pintor y diseñador, el músico asturiano fue un artista total, un hombre con un enorme talento para filtrar las vanguardias y ofrecer de ellas una lectura única. El 22 de septiembre de 1991 falleció en accidente de tráfico, cuando tenía 41 años. Demasiado moderno incluso para el Londres de su época, la vida y obra de Casal quedó reducida por algunas lecturas que le asociaban a la parte más frívola y boba de la Movida madrileña, pero su genio creativo rebasó a sus contemporáneos. Una historia de glamur y acento asturiano.
Que Casal tenía una personalidad única es fácil de imaginar cuando se visita su lugar de nacimiento, la pequeña localidad de Tudela Veguín, un territorio minero cuyo edificio singular es una cementera que encala todos los tejados del pueblo. Allí, Tino daba muestras de su talento dibujando mujeres desnudas y cateando las asignaturas como corresponde a un buen artista. Casal se sacudió el polvo con Los Archiduques, y, aunque es frecuente que los comienzos de grandes artistas sean vergonzantes, los de Casal son todo lo contrario. Uno de sus primeros éxitos fue «Lamento de gaitas», una canción pop –sí, con gaita mucho antes de Hevia– en la que demuestra una capacidad vocal extraordinaria. Y no fue lo único destacable: «Dimensión en sol mayor» es un single psicodélico pionero en España con portada lisérgica del propio Casal. Él ya había viajado a Londres, se atrevía con las botas de tacón y trajo maneras nuevas al resto de archiduques: no se baila, no se recoge el equipo y no se mea en los mismos servicios que el público. Después de una temporada en la capital británica aprendiendo a pintar, Casal regresó a España para presentarse al festival de Benidorm, donde quedó segundo con la canción «Emborráchate», una letra de liberación femenina que invita a beber para olvidar (a ellas) y que él tuvo el descaro de grabar en vídeo en blanco y negro escanciando sidra. Por esa incorrección política quedó segundo. Su siguiente destino era Madrid, donde dio alas a su amplio bagaje cultural con gotas de un casticismo «choni». Conocía la música de los 60 y los 70, pero su particular concepción de ésta abarcaba las tonadillas y la zarzuela, y tenía las antenas puestas en el punk. Entró en contacto con Fabio Macnamara, Antonio Villa-Toro y Enrique Naya y Juan Carero, «Las Costus», con quienes desarrolló una factoría creativa, pero permaneció ajeno a los peores vicios. «Tenía 25 años cuando yo tenía 20 y en esa época punk él era más sofisticado», cuenta Macnamara en sus memorias.
Una imagen propia
Pero Tino Casal era más que eso: era barroco, psicodélico, futurista y antiguo con sus propios patrones: él mismo cosía y diseñaba unos atuendos imposibles. Algo así como ser punk en El Rastro. «Por aquella época, estaba todo el día metido en la cama. Vivía allí, su cama era, como si dijéramos, su oficina», dice Macnamara. A diferencia de algunos compañeros de la Movida, de esfuerzo insustancial, Casal se tomaba su trabajo en serio y grabó su primer gran disco: «Neocasal» (1981) fue producido por Julián Ruiz e incluía el corte «Champú de huevo», que destila todas sus influencias en clave propia, esas que luego la Movida le robará y replicará hasta la extenuación. A partir de aquí, se separa de la Movida friki y apuesta por el profesionalismo. No simpatiza con el estrellato de Almodóvar (aunque dicen que Casal financió «Pepi, Lucy, Bom...» y «Laberinto de pasiones»...) y eso le separa de Macnamara.
Sin embargo, pese a su incipiente éxito musical, Tino Casal se sentía libre pintando. Compartía noches febriles con Antonio Villa-Toro, dando brochazos de manera impulsiva y delirante. Nunca daba por terminada una obra propia, y sin embargo, cuando Macnamara le mostraba una de las suyas, Casal le decía: «Esto no está acabado. Le falta esto y esto». Y entonces firmaban el cuadro a medias. Con los suyos era diferente: siempre se sentía insatisfecho y sus amigos tenían que escondérselos para que los olvidase. Destruyó muchas obras por su alta exigencia. Con el grupo Caos fundó una galería, Tate-Tate, que dicen que nunca vendió un cuadro. Eso sí, se lo pasaron teta. Su creatividad plástica incluía pintar las paredes de casa, intervenir en el baño o la cocina y una profusión decorativa que jugaba con el ocultismo y lo siniestro. En el documental «Gran Casal. Me como el mundo» hay un momento impagable cuando una vecina o la casera confiesa que Casal «le parecía buen chico hasta que entré y vi los esqueletos que colgó en el baño».
Su carrera prosigue con «Etiqueta Negra» junto a Javier Losada. Se implica hasta el mínimo detalle en la grabación de sus discos igual que en su estética, ya definida la barba romántica, pendientes de corsario, «animal print» y un centenar de complementos. En ese momento, está en todo lo alto y no piensa pararse, ni siquiera cuando sufre un esguince desde su tacón de 15 centímetros. Casal sigue dando conciertos durante meses con antiinflamatorios y analgésicos. Aprieta más los cordones de las botas para que sujeten la maltrecha articulación hasta que no aguanta más. Crucificado por su pedestal de charol. Hay riesgo de necrosis y, por ello, en dos años deberá someterse a cinco operaciones y sufrir una condena: no hay nada peor para un artista glam que una silla de ruedas (y eso que llegará a actuar sentado en un trono muy señorial) y los miedos se disparan: ruega por no morir postrado en una cama. Sin embargo, los peores augurios no se cumplieron y en 1987 publicó «Lágrimas de cocodrilo», con su mayor éxito: «Eloise» vendió millones y desafió a Mecano mientras Casal aprendía a convertir al bastón en el complemento justo para un licántropo a plena luz del día, fuera de contexto. La sensación de impostura crece. Antes de morir, presenció el derrumbe del mundo de fantasía y libertad del que obtuvo su energía. Las Costus enfermaron y murieron de complicaciones consecuencia del sida, el espíritu se había convertido en fachada y las contrapartidas de las drogas se hacían evidentes. Fue testigo de la pérdida de la inocencia y él mismo padeció el desencanto. Le costaba componer, huía de la escritura de canciones, las secuelas físicas eran pertinaces y más aún la baja moral y la resaca del final de la década. España se acerca a esos años de cartón piedra y «yupies» de los 90. Casal vivió unos tiempos oscuros marcados por el desencanto de una ética y una estética. Se encontraba solo y no se veía envejeciendo porque su personaje no lo habría permitido. Y el personaje cantante había tomado el control engullendo incluso a la otra mitad de su ser, el artista plástico. Aunque quizá podría haberse convertido en un pintor con muy mala leche que hoy tuviera 66 años. En 1989 publicó su último disco, «Histeria», una pálida revisión de temas de los años 70. Había vuelto a intentarlo, pero su órbita le iba alejando cada vez más de la tierra. La mañana del 22 de septiembre no llevaba puesto el cinturón y encontró una muerte vulgar para una vida tan extraordinaria.
Un tiempo de «flash» y purpurina
Existe un anecdotario interminable sobre Tino Casal, acentuado por un tiempo de fantasía inducida y autosugestión como era la Movida. Dicen que «Champú de huevo» comenzó por un potingue que McNamara se ponía en la cabeza y que la frase «me dejas por un Frankenstein» se la dedicó Casal a Fabio cuando éste comenzó a alternar con Almodóvar. Dicen que gastó medio millón de pesetas en una chaqueta que nunca se puso. Que, recién operado, iba a discotecas a bailar con el bastón y que una noche se le salió la prótesis de la pierna y tuvo que volver a la cama del hospital. Que había escrito un guión para una película sobre una estrella del rock que cambia Madrid por Cuba porque está harta del «moderneo» y que concibe un hijo de Fidel Castro. Era un tiempo en el que todo podía tomarse a broma, y así surgió el grupo artístico Caos, que tenía, entre otros principios, «la mentira por placer, la crítica por vicio, la devoción a santa Gema, el amor a las tarjetas de crédito y la afición a la telenovela ‘‘Cristal’’». Cuando murió, Macanamara dijo: «Me siento como si hubieran cerrado todas las discotecas del mundo».

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