Festivales: el lado oscuro de un fenómeno de masas
El libro "Macrofestivales" del periodista Nando Cruz analiza los efectos nocivos y la trastienda de una industria millonaria en España
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A las puertas de junio, empieza la temporada. Dicen que un español puede cruzar la Península e incluso atravesar la primavera y el verano hasta el otoño saltando de festival en festival, cada fin de semana, sin tocar la realidad hasta que llegue el frío. Los macrofestivales se han convertido en una de las principales industrias turísticas y de ocio de nuestro país, como demuestran sus apabullantes cifras: el sector facturó 459 millones de euros en los más de 900 eventos de este tipo que se celebraron el año pasado según un estudio de IPG Mediabrands que se ha publicado esta semana. Según el Anuario de estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura, más de 6,6 millones de personas asistieron a estos eventos en el año anterior a la pandemia, cifra que, a falta de recuento oficial, se superó el año pasado. Los festivales se han impuesto como modelo hegemónico de ocio: reciben el apoyo institucional y se han convertido en poderosas empresas. Toda la Galia parece haber sucumbido a esta ocupación. ¿Toda? No. Voces como la del periodista Nando Cruz se resiste al imperialismo romano-macrofestivalero con la voz crítica que plasma en su libro “Macrofestivales. El agujero negro de la música” (Península) en el que muestra y a la vez cuestiona el monocultivo musical de estos eventos.
“Se lo explicas a un marciano y les dices que te metes en un pedregal con 50.000 personas durante tres días para ver 80 conciertos. Que entras a las cuatro de la tarde y sales a las seis de la mañana para ver la actuación en una pantalla a doscientos metros del escenario. Que haces una cola de una hora para un vaso de cerveza por 8 euros y que el vaso te lo tenías que llevar a casa o pagar por otro. Y el marciano te dirá: ''¿por qué? ¿quién os castigado a eso?''. No, si no nos castigan, es que pagamos 350 euros para entrar. El marciano se preguntará si estamos tontos. Y la respuesta es que un poco sí. Porque, como espectadores, nos hemos quedado sin alternativas de consumo musical que no sea esta: una forma inhumana de escuchar música”, dice Cruz sobre el primer escalón de efectos de este fenómeno social.
En los años 90, los festivales se veían con recelo. Tanto en las redacciones de periódicos, donde a Cruz le consideraban un chalado por querer cubrir el de Benicàssim, donde había 9.000 “indies”, como en los ayuntamientos, que dudaban si sacar a las calles o no la Policía a caballo. Eran los tiempos en los que, para demostrar aprecio por la cultura, lo suyo era construir un museo o un centro de arte contemporáneo. Muchos, sin obras dentro, y además, con carísimos costes de mantenimiento y electricidad. Sin embargo, un festival prometía miles de visitantes en un fin de semana a cambio de una ayuda económica y pocas preguntas que responder. Un instrumento propagandístico: “Claramente, igual que las fiestas mayores y sus conciertos gratuitos. No hay tanta diferencia con aquello, salvo que en los 80 el dinero que pagaba a un artista era de un millón de pesetas y ahora puede ser mucho más de un millón de euros. Un dinero que se le está regalando a empresas privadas sin hacer ningún tipo de fiscalización. Porque de lo que pasa en el festival los ayuntamientos apenas son conscientes o hacen la vista gorda. Si a la gente se le vulneran los derechos como espectadores, da igual”, dice Cruz.
Hablamos de situaciones sangrantes: precios abusivos, gastos de distribución que no se devuelven si se cancela el evento, dinero ingresado en pulseras que no se gasta y no se retorna... “Eso sucede porque los macrofestivales son como cortijos sin leyes dentro de las ciudades. Pones los precios que quieras porque es un mercado libre. Pero ese cuento del mercado libre se cae cuando los recintos donde se celebran son suelo público que pagamos todos. Se ha llegado a dar el caso de que el responsable de la Generalitat Valenciana para festivales, Francesc Colomer, que era alcalde de Benicàssim, dijera que las denuncias por no poder introducir comida o por cobrar a los asistentes por salir y volver a entrar, no son asunto suyo. Que reclamen a Facua. Esto es una dejadez de responsabilidades y un abandono del ciudadano. Si te metes en un festival, tú sabrás. Y si no funciona bien, quéjate, pero a mí no, que yo soy un empleado público pagado por los ciudadanos. Es algo de no creer”. Cesión de terrenos e instalaciones, ayudas públicas millonarias que se conceden a dedo como patrocinios rozando la corrupción política... ¿El récord? La Xunta de Galicia "patrocinó" con 2,4 millones de euros el concierto de Muse en Vigo en septiembre de 2022. Casos que Cruz desgrana a lo ancho de nuestra geografía. Porque, con el tiempo, esos festivales que situaban en el mapa a localidades desconocidas, fueron creciendo hasta volverse eventos monstruosos que secuestran ayuntamientos. Exigen cada vez mayores ayudas bajo la amenaza de mudarse a una localidad vecina... que rara vez cumplen, pero que, de hacerlo, supondría una humillación política que ningún alcalde quiere asumir.
En las últimas dos décadas se ha producido una loca carrera por conseguir los mejores artistas, atraer a más público y aniquilar a la competencia. Como Cruz cuenta en el libro, ya estamos en la tercera guerra de festivales (tras la que libraron Fib y Doctor Music, y después FIB, Primavera Sound y Summercase, que se saldó con la quiebra de estos últimos) la lucha es encarnizada. “Es una manera muy agresiva y despectiva de funcionar. Agentes que buscan el máximo beneficio y que tratan a los grupos como a un producto en el escaparate. Lo que igual no es tan perceptible es que esta guerra no es solo por los 20 o 30 artistas grandes, sino que pasa en todas las escalas de grupos medianos y pequeños. Y esto acaba impactando en todo el tejido musical del país. Los técnicos de ayuntamientos en Cataluña me dicen que determinados artistas catalanes ya ni siquiera les cogen el teléfono porque ellos aspiran a mucho dinero más. O teatros de pueblo que tampoco les atienden porque para eso tampoco se molestan. Está distorsionando el mercado de la música en vivo y generando este efecto de agujero negro, porque cuanto más potente es una empresa de estas, más campo magnético arrastra y más acaba distorsionando el ecosistema. Parece mentira, pero un macrofestival en Barcelona tiene efectos en ayuntamientos de 3.000 habitantes a 150 kilómetros”. La energía, el interés, los medios, la absorben estos grandes eventos. Cruz desgrana cómo funcionan las subastas de artistas, qué comportamiento y maneras tienen los "bookers" y las agencias internacionales, qué especie de clasismo y chantajes son moneda común en estos ambientes.
La subida de los cachés ha sido exponencial. Hoy en día, ya se paga un millón de euros a un grupo por ser cabeza de cartel de uno de estos mastodónticos eventos. “Porque la pelea es planetaria, contra países de todo el mundo. Y, por eso, o pones las entradas a 350 euros o la cerveza a 9. O montas 14 escenarios para 14 marcas que paguen... o saqueas las arcas públicas convenciéndoles de que, si les das dos millones y medio en vez de uno, la ciudad se va a llenar de guiris y el impacto será de 200 millones”. El famoso impacto beneficioso de los festivales, que solo se calibra, como ironiza Cruz, “en camas de hotel y paellas. Es puro turismo, no se analiza en términos culturales”. También por supuesto, está el "timo de la cerveza": cómo un festival compra el litro a un euro y lo vende a 7, 9 o 10 dentro del recinto.
El autor del libro desgrana todos los demás escenarios (nunca mejor dicho) en los que un evento de estas características tiene un impacto. La precariedad de los montadores de escenarios y los accidentes laborales, el régimen de explotación de camareros de barras y los vigilantes de los accesos. ¿Cómo afectan estos eventos a los vecindarios que los acogen? ¿Cuánta basura producen? Cruz analiza todos los ángulos.
El pecado original de esta industria es, entonces, la dimensión. “Creo que el pecado original es el crecimiento desbocado. Los macrofestivales aceleran las reglas del capitalismo porque hablamos de una empresa que funciona durante tres días para obtener el máximo retorno y entonces, ahí todo vale. En España se cree que el mejor promotor es el que consigue los mejores grupos y yo creo que no es así. Es el que consigue que el público disfrute de esos grupos de la mejor manera posible. Estamos en un país donde tampoco hay tantísimo público aficionado a la música, porque otro gallo cantaría: habría muchas salas de conciertos y se venderían muchos discos. Pero esto nunca ha pasado. Entonces, en un país donde no hay tanto melómano, pero quieres tu festival sea cada vez más grande, solo hay dos formas de conseguirlo. Una es traer guiris y otra traer gente a la que no le interesa la música pero beben cerveza como el que más. Y así el macrofestival deja de ser un espacio en el que disfrutar de los grupos para ser un lugar problemático. Y todo está derivado de la idea de que tiene que ser muy grande, cada vez más”, explica.
Tan grandes son que muy pocos ayuntamientos se han atrevido a pararle los pies a los que se celebran en su ciudad. Un caso paradigmático fue el de Barcelona, que rechazó la petición del Primavera Sound de extender su duración hasta dos semanas. “Es una decisión tan inusual como acertada -dice Cruz-. No puedes dejar que las cosas crezcan ilimitadamente. Para mí, el problema no es el festival, es lo macro aplicado a la cultura. Cuando un festival no puede crecer en extensión decide que quiere hacerlo en el tiempo y esa carrera desbocada tiene que pararse”. La respuesta de Primavera Sound fue abrir una nueva sede, en Madrid, gemela. Porque lo que no parece posible es el decrecimiento. “No lo creo en absoluto. Estos cambios son lentos, igual que hace 25 años nadie creía que la industria iba a crecer tanto. Pero para revertir la situación hacen falta cambios de actitud que son lentos de conseguir”.
Una de las grandes preguntas que pueden surgir leyendo los efectos nocivos que pueden tener este tipo de eventos es, por tanto, ¿quién necesita más a quién: los festivales a las ciudades o viceversa? "En el libro, José Mansilla explica que muchos festivales se benefician del capital simbólico de las ciudades. El Primavera Sound, con Barcelona por ejemplo, obtienen el atractivo de la ciudad. Porque la Sagrada Familia o el campo del Barça estaban antes que el Primavera o el Sónar. Y aquí, claramente, el festival se beneficia de la ciudad aunque se diga lo contrario. Otro caso son ciudades que no tienen ese capital simbólico y que, en los 90, su manera de ponerse en el mapa era construir un museo o centro de arte y ahora quieren un festival. Esa es la manera de salir en el mapa. Y en este caso puede que sea al revés. Pero es importante señalar que, en todo momento, hablamos de términos turísticos, no de cultura. Porque su arraigo y su efecto en el ámbito cultural es nulo. Solo se mira cómo un festival sirve de gancho turístico para hoteles y restaurantes", apunta Cruz.