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Música

B. B. King: Cómo arrodillar a los blancos para llegar a ser el rey del blues

Una biografía muestra el tortuoso camino del genio del blues hasta ser reconocido como tal por el resto de músicos de su tiempo

En Resumen
B. B. King, con su guitarra Lucille, en directo, fotografiado por Annie Leibovitz EFE

Muy pocos tuvieron esa suerte. De los innumerables genios afroamericanos de la música popular, solo unos pocos lograron el reconocimiento público que merecían. Y eso que la mayoría de las estrellas blancas de la música no solo les escuchaban, sino que les estudiaban, imitaban y versionaban –o «robaban» sus éxitos, como prefieran– hasta la saciedad. Esa «validación blanca» sí llegó para B. B. King, universalmente reconocido como rey del blues, pero su historia es la prueba viviente de que el reconocimiento de los méritos de los artistas negros exigía una conditio sine qua non: la aprobación del «establishment» y el público blancos. B. B. King debía ser grande de verdad porque lo logró dos veces: primero por la escena británica de comienzos de los 60 y, unos años más tarde, al final de la década, por el movimiento hippie de California. Su vida, con tintes extraordinarios, incluye hechos como el de mantener a 15 hijos reconocidos aunque probablemente ninguno fuera suyo (sufrió un golpe en los testículos siendo niño que le dejó casi estéril), y el de mantenerse alejado de las drogas por completo, aunque no del juego y mucho menos de la compañía femenina. Así cuenta su historia Daniel de Visé en «B.B. King Rey Del Blues: Ascensión Y Reinado De Riley ‘‘Blues Boy’’ King», que acaba de publicar Libros del Kultrum.

La biografía de De Visé (ganador del Pulitzer en 2001) es prolija y exigente. Presume de documentación y de haber contado con todos los testimonios posibles de los testigos de aquella época. Y, sin embargo, no puede evitar los «tal vez» y los «quizá» de un pasado turbulento de la sociedad estadounidense. Riley B. King (la B no significaba nada) en 1925 en Berclair, Mississippi,en el corazón del Delta. Su padre, Albert, era aparcero que cultivaba algodón que abandonó la familia. Su madre murió cuando él tenía 10 años y King creció en una sucesión de casas de familiares en la más absoluta pobreza –su ocupación no era la escuela, sino recoger algodón– y bajo una máxima: no crear problemas en los tiempos de la segregación y el racismo violento de las leyes Jim Crow, esas que daban preferencia a los blancos en los transportes o simplemente al caminar por las aceras. El joven King presenció linchamientos y ejecuciones sumarias jaleadas por las turbas racistas, que podían prenderse con la mínima excusa.

Desde niño sentía atracción por esas canciones desgarradas del blues y su primo, Bukka White (que fue un gran artista relegado a un papel secundario), le enseña el «slide guitar». Como muchos otros músicos de blues, busca fortuna en el norte, donde la industria discográfica despega y la sociedad es ligeramente más civilizada. Pero también más fría climatológicamente. Y Riley no soporta los inviernos, así que decide instalarse en Memphis, donde trabaja en las plantaciones. Tocaba la guitarra todos los días y busca algunas actuaciones en los clubes locales durante las temporadas de barbecho agrícola, cuando podía detener el tractor en el granero. Recibe el sobrenombre de «Blues Bloy» y será para siempre B. B. Contrae matrimonio con Martha pero no son capaces de concebir un hijo. La frustración hace mella en la pareja y, sin embargo, una mujer aparece para decirle al músico que ha dado a luz un hijo suyo. Será el primero de los muchos que aparecerán durante toda su vida. De todos se hizo cargo.

Con el tiempo, obtiene una sesión fija en un club local (muchos años después comprará el suyo en la mítica Beale Street de Memphis) y logra un trabajo de locutor radiofónico gracias a esa voz de barítono natural que emergió en la adolescencia, una vez superados sus problemas de tartamudeo. Fue en aquellas noches de Memphis donde desarrolló su estilo único de tocar la guitarra en el que las cuerdas no maullaban o gruñían, sino que cantaban, como si de una voz humana se tratase, una melodía eléctrica. Con el tiempo se hará un nombre en la ciudad y publicará sus primeros discos, siempre para el mercado y las listas de éxito negras. Durante muchos años, su audiencia será exclusivamente afroamericana a pesar de que sus discos se publican regularmente en Modern Records, un sello independiente de Los Ángeles especializado en jazz. Estamos en la década de los 40 y Howlin’ Wolf, Muddy Waters y Sonny Boy Williamson malviven y así seguirán hasta que, en la década de los sesenta, la fascinación llegaba de muy lejos. Mientras, un segundo hijo extramatrimonial entraba en la familia de B. B. King.

Esos chicos blancos

Su fama crece y graba para Sun Records con Sam Phillips, quien en principio no le reconocía un gran talento pero que terminó calificándole del Elvis negro. Fue, precisamente, el nacimiento del rock y su abrasadora sexualidad lo que dejó al blues pasado de moda. Fue B. B. King quien consiguió que Ike Turner grabase con Sam Phillips «Rocket 88», la que está considerada primera canción de la historia del rock & roll. La década de los 50 fue un momento difícil para King, pero algo inesperado iba a suceder. El intenso comercio entre Gran Bretaña y Estados Unidos llevaba discos a los puertos británicos constantemente. La población había desarrollado cierto gusto por el jazz y el blues porque las radios lo programaban en los momentos más duros de la II Guerra Mundial para templar los ánimos. Toda una generación de jóvenes crecieron fascinados por esas historias y esos sonidos lejanos y hasta crearon una versión puramente británica y acústica, el «skiffle». La historia del blues británico es bien conocida y, entre todos ellos había un dios, Eric Clapton. «Al principio, durante seis o siete meses, toqué exactamente igual que Chuck Berry. Pero me aficioné a B. B. King. Es sin duda el artista más importante que ha dado el blues», dijo Clapton.

Otro de sus fieles admiradores blancos, Mike Bloomfield, fue la causa del segundo gran instante de la trayectoria del rey del blues, en 1967. En el momento más bajo de su carrera, los astros lo quisieron. Fue contratado para actuar en el Fillmore de San Francisco, pero algo no cuadraba: ¿por qué todo el público era blanco? ¿quiénes eran esos melenudos con camisetas desteñidas? B. B. King accedió al Filmore pensando que esa gente se había equivocado de velada. Pero recibió una ovación tan atronadora, la mayor que había escuchado jamás, que los ojos se le llenaron de lágrimas. Su vida cambió desde aquel momento. Los siguientes años fueron triunfales para él, como describe De Visé: «Abandonó el circuito chitlin y el género marginal del blues para unirse a la fraternidad mayoritariamente blanca y masculina de la música rock», escribe De Visé. En 1970, ya oficialmente convertido en dios de la guitarra en el mundo, había perdido contacto con la comunidad negra y quiso recuperarlo. Aceptó la llamada del alcaide de la cárcel del condado de Cook, en Chicago, cuna del nuevo blues electrificado que tanto gustaba a los blancos, para actuar delante de los reclusos abrumadoramente afroamericanos. Dio más de 15.000 conciertos durante 60 años de carrera. Tenía muchas bocas que alimentar.

Cuentan que, cuando B. B. King celebraba fiestas, allí estaban presentes todos sus hijos reconocidos sin necesidad de prueba de paternidad. Se dice que una vez el asunto abrió una discusión en la mesa y que el guitarrista la zanjó con la amenaza de que, al menor cuestionamiento, dejaría en su testamento todos sus bienes a la beneficencia. Nunca más se volvió a hablar del asunto. También dejó establecido que no se realizaría ninguna prueba de ADN tras su muerte.

La paradoja de la vida de B. B. King fue la de obtener la validación de personas de fuera de su cultura para poder ser el rey de la suya. Y eso no es revisionismo posmoderno, sino la más vieja realidad de la música. Podríamos, por cierto, preguntarnos quién hizo de Camarón (cuyo disco devolvían masivamente a las tiendas los gitanos) la leyenda del flamenco que es hoy. Efectivamente, fueron los payos. Sin embargo, con todas sus deficiencias de «mirada blanca», hay que agradecerles tanto a Daniel de Visé como a quienes compraron y celebraron «La leyenda del tiempo» que hagan de la música, desde su punto de vista, más allá de la epidermis.

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