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Luto en el Vaticano
Papado y patriarcado: del Cisma a la unión de las iglesias
Francisco será recordado por el logro de la recuperación de la concordia de la Iglesia católica y la ortodoxa para buscar poner fin a un milenio de conflictos

El Papa Francisco será especialmente recordado por reforzar la idea de la recuperación de la concordia con la Iglesia Ortodoxa, buscando el diálogo y la unidad tras el Gran Cisma de 1054. En encuentros significativos con el patriarca ortodoxo como Bartolomé de Constantinopla o Cirilo de Moscú, los llamamientos a la unidad de las dos grandes iglesias latina y griega se han sucedido en su pontificado. ¿Será el próximo Papado el que vea finalmente la superación de la controversia por el filioque en el Credo y por la primacía de Roma que separó los caminos de latinos y griegos? La relación histórica de las iglesias de Roma y Constantinopla no estuvo exenta de suspicacias y luchas por el poder y el dogma, cuando no de violencia y acusaciones de herejías: el iconoclasmo, las matanzas de latinos en Constantinopla en el siglo XII, la toma cruzada de Bizancio en 1204 o el hesicasmo son algunos de los episodios más sonados de distanciamiento. Pero realmente todo esto podría terminar: hoy son más las cosas que unen a católicos y ortodoxos de las que los separan.
Hagamos un poco de historia: hay que remontarse al primer cisma de la iglesia, que se deriva del Concilio de Calcedonia de 451 que supuso en la práctica la escisión de las iglesias miafisitas de Egipto y Oriente. La declaración de la primacía del patriarca de Constantinopla en el canon 28 del concilio levantó ampollas en el Papado de Roma, con el que este patriarcado entraba en directa competencia: no por casualidad un siglo antes la Nueva Roma, Constantinopla, había sido designada nueva capital imperial por Constantino.
El peso de la política se inclinaba hacia Oriente desde entonces. Emperadores bizantinos como Justiniano, Focas o Justiniano II jugaron con concesiones y presiones hacia Roma, entre política y teología, que dejaban clara la difícil coexistencia con el poder entre los siglos VI y VII. Qué duda cabe que la controversia de las imágenes minó el prestigio de los teólogos orientales de cara a los latinos, aunque las imágenes fueran al fin rehabilitadas en el concilio de Nicea II (787). El iconoclasmo y el reinado de una mujer en Constantinopla (la emperatriz Irene, en solitario, 797-802) impresionaron fuertemente en Occidente, donde se empezó a fraguar una imagen muy negativa y herética de Bizancio, que no en vano coincidió con la estrella ascendente de Carlomagno y su nuevo imperio (800).
[[H2:«Y del hijo»]]
Años después se culminó el distanciamiento con la figura del carismático Patriarca Focio bajo el gobierno de Basilio I en Bizancio. El emperador –conocido también por su bula para los monjes del monte Atos– depuso al patriarca para congraciarse con el Papado, pero los fieles orientales siguieron apoyando a Focio y sus tesis anti romanas. La cuestión conflictiva era la inclusión en el credo de Nicea de la expresión en latín «y del hijo» (filioque), promovida en Occidente para evitar cualquier sesgo de subordinacionismo, pero que en Oriente no se llegó a aceptar. Finalmente, Focio fue rehabilitado y Bizancio entró en conflicto doctrinal con el Papa Juan VIII, con anatema y primera gran ruptura oficial incluidas.
Ya en el siglo siguiente, el Papa León IX se decidió por impulsar una política de depuración de la iglesia sobre costumbres no acordes a la doctrina romana: recordemos que Bizancio aún tenía presencia en el sur de Italia. Ya no solo era el filioque, sino también la liturgia y el poder terrenal para un Papado que se estaba convirtiendo en todo un poder político y económico desde aquella falsa «Donación de Constantino» que luego desenmascararía Valla. Pero, en Constantinopla, el patriarca Cerulario no cedió a estas pretensiones y se optó por un enfrentamiento con el Papa que derivó en una serie de ofensas y mutuos desplantes hasta que, en 1054, se produjo la ruptura definitiva cuando los embajadores del papa condenaron al patriarca y, como reacción, este convocó un concilio para excomulgar a los legados papales. Pese a que el emperador bizantino Constantino IX trató de mediar –moriría poco después–, todo fue en vano: los patriarcas orientales de Alejandría, Antioquía y Jerusalén tomaron el partido de Constantinopla, mientras que los obispos occidentales secundaron masivamente al Papa.
Hostilidad política y militar
De ahí data la excomunión mutua y la ruptura. Esta no fue solo teológica, sino que legitimó la hostilidad política y militar de los latinos hacia los griegos: el papado decidió favorecer a los normandos, la potencia militar del momento en la península itálica, que se inclinaban por las tesis de Roma frente a Constantinopla, con lo que se fueron relegando las tradiciones orientales del cristianismo suritálico, cuya iglesia quedó definitivamente sometida a la primacía papal con el Sínodo de Bari (1098). Luego vendrían los siglos de las cruzadas, desde Urbano II, a quien le importaba la liberación de las rutas de peregrinos, pero tras cuya acción subyacía también la pretensión de unir la Cristiandad, aunque fuera por la fuerza.
A veces, el sueño de la reunión de las iglesias fue un «caramelo» político para que algunos emperadores, como Manuel I Comneno (1143-1180), cultivaran las buenas relaciones con los pueblos occidentales, acaso para extender sus derechos imperiales por esas tierras y competir con el emperador germánico, tendiendo nuevos puentes con el Papado. Pero esfuerzos como estos fueron vanos por la brecha que el patriarcado siguió ahondando en un polémico sínodo de 1171 contra las tesis del catolicismo. Era una época en la que, además, se producía la segunda cruzada, marcada por los enfrentamientos entre principados latinos del Oriente. La convivencia entre latinos y griegos se tornaba peliaguda por momentos. Desde el siglo XI había presencia comercial y política creciente de los latinos en Bizancio y las tensiones fueron en aumento hasta llegar a una sonada matanza de occidentales en el Bósforo en 1182 que sembró la semilla para la posterior ansia de venganza.
Así, en el marco de la Cuarta Cruzada, la toma de Constantinopla en 1204, de una violencia feroz e inusitada, con la consiguiente fragmentación del Imperio Bizantino en reinos latinos (la llamada «Francocracia») y griegos, puede ser perfectamente entendida también en este contexto de rivalidades culturales, comerciales, políticas y teológicas entre Occidente y Oriente, entre Papado y patriarcado. Según el Imperio Bizantino, ya reunificado, fue siendo tocado –antes de hundido– por el creciente poderío y asedio de los turcos de la dinastía de Osmán, sus emperadores intentaron compaginar el orgullo nacional de su iglesia y su pueblo, que hacía de la oposición a Roma algo esencial –aunque doctrinalmente no lo fuera quizá tanto–, con la necesidad de acercarse a las potencias occidentales para contrarrestar la amenaza otomana.
Figuras como Andrónico II (1282-1328) o Juan V Paleólogo (1341-1376) son buenos ejemplos de esta compleja situación: al final, la unión de las iglesias pretendía una nueva cruzada contra los turcos. Juan VIII Paleólogo (1425-1448) también intentó recabar en vano la ayuda de Occidente prometiendo la tan dilatada unión de las dos iglesias y forzó una declaración de la ortodoxa que superara la controversia filioque, propiciando la celebración del Concilio de Florencia-Ferrara (1438). Pero este concilio fue una ocasión malograda: pese a reunir a las mejores cabezas de la filosofía y la teología acabó malentendido por ambas partes y concluyó con una humillación hacia los bizantinos, con la aceptación in situ y luego el rechazo en Constantinopla. El orgullo cultural-nacional-religioso de los orientales, casi lo único que les quedaba a los bizantinos, a la postre les ayudó a mantener su civilización bajo lo que llamaron la «Turcocracia».
En efecto, la cultura griega pervivió bajo la Sublime Puerta gracias a la ortodoxia de monjes, religiosos y fanariotas durante cuatro largos siglos: ellos luego prendieron la llama de la independencia. Por eso el mundo griego en particular, y el ortodoxo en general, es tan militante defensor de sus tradiciones frente a los dominios foráneos. ¿Podrá el nuevo Papado dar pasos hacia la unidad con el Patriarcado? Un comienzo importante fue la visita del patriarca Atenágoras a Pablo VI en 1964, a partir de la que se vislumbra por fin una reconciliación final, tras un proceso que fue definido por el patriarca Bartolomeo como «sin retorno» y que debe mucho a los incansables esfuerzos ecuménicos del Papa Francisco. Entre tanto, los reconocimientos entre ambas iglesias resultan incontables y se sigue avanzando. Pese a los problemas derivados de la invasión rusa de Ucrania, entre otros temas, cabe augurar que el proceso culmine positivamente. ¿Celebraremos el milenio del Gran Cisma, en el año 2054, con una reunificación?
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