El laberinto de la Historia

La Iglesia ortodoxa, el cemento que Putin necesitaba para aspirar al imperialismo soviético

La fe del presidente ruso contrasta con el pasado comunista y ateo de su padre

El presidente ruso, Putin, en la misa de Pascua Ortodoxa oficiada por el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Kiril, en la catedral de Cristo Salvador en Moscú, en abril de 2015
El presidente ruso, Putin, en la misa de Pascua Ortodoxa oficiada por el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Kiril, en la catedral de Cristo Salvador en Moscú, en abril de 2015MAXIM SHIPENKOVAgencia EFE
La fecha: 2000. El periodista alemán Hubert Seipel visitó la dacha de Putin y comprobó cómo éste se santiguaba en su presencia nada más entrar en su capilla privada.
Lugar: Moscú. Putin se declaró ante Seipel creyente ortodoxo ruso y distinguió entre el profundo ateísmo de su padre y la acendrada devoción cristiana de su madre.
La anécdota. Putin aseguró: «Sin la conexión entre las experiencias históricas y las religiosas, los rusos perderíamos nuestra identidad. La unidad de la Iglesia nos ayuda».

La contemplación de una sola imagen resulta a veces mucho más elocuente que el más brillante de los discursos. El periodista alemán Hubert Seipel tuvo ocasión de visitar la dacha del presidente de Rusia, Vladímir Putin, y comprobar cómo éste se santiguaba en su presencia nada más entrar en su capilla privada, con un pequeño ábside y un altar. De algunas paredes colgaban iconos dorados y otras estaban pintadas con escenas bíblicas. El anfitrión había ordenado restaurar la capilla semiderruida poco después de llegar a la vivienda presidencial, en 2000, demostrando así que aquel templo doméstico era una de sus prioridades.

Aquella misma noche en que departió con el reportero Hubert Seipel, el presidente Vladímir Putin se declaró ante él sin ambages creyente ortodoxo ruso y distinguió con claridad entre el profundo ateísmo de su padre y la acendrada devoción cristiana de su madre. Acto seguido, mostró a su invitado el óleo de la gran duquesa Elizaveta Fiódorovna, ataviada con hábito de monja y convertida en santa Isabel tras su cruel martirio.

A Hubert Seipel le explicó que era un obsequio de la Iglesia ortodoxa en el exilio como reconocimiento a sus esfuerzos para reunificar el Patriarcado ortodoxo ruso de Moscú con el resto de las doscientas cincuenta comunidades repartidas por el mundo, como consecuencia de la gran diáspora. El cuadro se lo entregó en Nueva York el antiguo primado de la Iglesia en el exilio, el obispo Lauro Schkurla.

Tras el desmantelamiento de la Unión Soviética, transcurrieron aún varios años hasta que la desconfianza mutua entre la Iglesia madre y su rama desgajada empezó a disiparse hasta llegar a la reconciliación. La división de la Iglesia Ortodoxa fue consecuencia de la Revolución de Octubre de 1917. Al cabo de diez años, el metropolitano Sergio Stragorodski claudicó ante el Gobierno, garantizando desde la cárcel la fidelidad de la jerarquía eclesiástica al régimen ateo.

El gran cisma

Su rendición provocó el gran cisma y las décadas de enemistad entre ambas organizaciones. El propio Hubert Seipel lo explicaba de modo meridiano: «La Iglesia fue víctima del clásico dilema que se produce en toda revolución: la duda entre el deseo de mantener la identidad y el precio de la adaptación a la nueva realidad. Para la comunidad en el exilio y para muchos de los fieles que huyeron al extranjero, la decisión del patriarca Sergio significó la imperdonable colaboración con un régimen ateo. Y desde el punto de vista de la jerarquía eclesiástica moscovita de entonces, la huida de muchos sacerdotes fue un acto de cobardía ante el enemigo, y la sumisión el único camino para salvar a la institución de la aniquilación total».

La reunificación oficial no se produjo hasta mayo de 2007. No en vano, lasposturas eran diametralmente opuestas: mientras las comunidades en el exilio exigían la condena pública de la política oficial de la Iglesia madre durante la era soviética, los dignatarios de Moscú trataban de justificarla aduciendo que no existía otra opción si quería evitarse que el régimen ateo clausurase todas las iglesias.

Una discusión semejante se produjo tras la reunificación de Alemania, cuando se dirimió con acritud si las Iglesias Católica y Evangélica se habían sometido a los jerarcas de la antigua República Federal Alemana (RDA) y colaborado con la policía política.

Aquella noche, Putin aseguró al periodista Hubert Seipel: «La Iglesia es parte de nuestra historia común». De ahí su empeño político y personal en lograr la reconciliación. El propio presidente se lo explicaba así al periodista: «Sin la conexión entre las experiencias históricas y las religiosas, los rusos perderíamos nuestra identidad nacional. La unidad de la Iglesia nos ayuda».

Resultaba cuanto menos paradójico que un ex agente del KGB con un padre comunista y ateo, que se había pasado la vida sirviendo a un Estado enemigo de la religión, profesase ahora una sincera fe ortodoxa.

En realidad, Putin era veraz al proclamar su objetivo de lograr la identidad nacional con la ayuda inestimable de una Iglesia Ortodoxa reconciliada y unida con un fin excelso. De hecho, Vladímir Putin predicó con el ejemplo cuando el Parlamento ruso aprobó en 2010 una ley que, casi cien años después de la Revolución bolchevique, devolvía las propiedades a la mayor parte de las comunidades religiosas.

De este modo, la Iglesia Ortodoxa se convirtió en uno de los principales propietarios inmobiliarios del país. La Iglesia, como institución, representó desde entonces el cemento armado que Vladímir Putin necesitaba para amalgamar sin peligro de agrietarse los anhelos y aspiraciones del más puro imperialismo soviético.

LA «TERCERA ROMA»

Era indudable que la Iglesia proporcionaba a Putin un credo poderoso y unificador que se remontaba al pasado imperial de Rusia y ensalzaba el sufrimiento del pueblo oprimido, como si de una nueva «Tercera Roma» se tratase. El plan convertía a los rusos en siervos para mantenerlos en la Edad Media. De modo que Putin pudiese gobernar sobre ellos con un poder omnímodo como el de Stalin. La explicación de un magnate ruso a la periodista británica Catherine Belton, en noviembre de 2013, no tiene desperdicio: «El siglo XX en Rusia, y ahora el XXI –aseveraba aquel hombre– ha sido la continuación del siglo XVI: el zar está por encima de todo lo demás, y el suyo es un papel sagrado y celestial... Ese poder sagrado crea a su alrededor un cordón absolutamente impenetrable de inocencia. Las autoridades no pueden ser culpables de nada. Sirven a través de un bien absoluto».