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Crítica de clásica
Frustración escénica en un gran Bartok musical
“No son dos títulos yuxtapuestos, sino una meditación escénica sobre el amor, la vergüenza y la imposibilidad de poseer al otro”, explica el programa de mano de las dos obras del músico húngaro

Obras de Bartok. “El Mandarín maravilloso”: El mandarín: Gorka Culebras. La chica: Carla Pérez Mora. Primer vagabundo: Nicky van Cleef. Segundo vagabundo: David Vento. Tercer vagabundo: Joni Österlund. Un libertino: Mário Branco. El poeta: Nicolas Franciscus;“El castillo de Barbazul”: El duque Barbazul: Christoph Fischesser. Judith: Evelyn Herlitzius. El prólogo: Nicolas Franciscus. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Gimeno. Dirección de escena y coreografía: Christof Loy. Escenografía: Márton Ágh. Vestuario: Barbara Drosihn. Iluminación: Thomas Kleinstück. Teatro Real, Madrid, 2-XI-2025.
El Teatro Real presenta un díptico bartokiano de enorme densidad simbólica: El mandarín maravilloso (1918-19) y El castillo de Barbazul (1911). Dos obras breves y extremas que condensan la tensión entre el deseo, la incomunicación y la violencia emocional. El Mandarín y Barbazul pertenecen a géneros distintos -uno es un ballet pantomímico, el otro un drama simbólico-, comparten una misma raíz: el impulso amoroso entendido como tensión destructiva. El Teatro Real propone su unión como un único relato escénico, donde el erotismo salvaje del primero se funde con la introspección simbólica del segundo. El programa no pretende contraponer dos mundos, sino revelar una continuidad emocional: la pulsión amorosa convertida en herida. Se nos explica: “No son dos títulos yuxtapuestos, sino una meditación escénica sobre el amor, la vergüenza y la imposibilidad de poseer al otro”.
En El Mandarín maravilloso, el mito se disuelve en materia viva. Bartók utiliza atonalidad libre, estructuras simétricas octatónicas y una orquesta convertida en masa rítmica. El ritmo adquiere protagonismo: irregular, insistente, polimétrico. Las texturas actúan como energía física; la música encarna deseo, persecución, muerte y transfiguración.
El castillo de Barbazul, partitura muy anterior, abrió la etapa introspectiva del compositor. La ópera, escrita sobre un libreto simbolista de Béla Balázs, se desarrolla como una forma de arco -siete puertas, siete revelaciones- donde cada episodio se asocia a un ámbito tonal y tímbrico específico. La armonía, sustentada en modos dórico, frigio y escalas pentatónicas húngaras, se expande hasta un clímax luminoso (quinta puerta) para después replegarse al silencio. En esta partitura, la disonancia es respiración psicológica; la música no avanza, se profundiza.
Ambas obras se fundan en simetrías interiores, principio que Bartók llevará a su madurez. Pero mientras Barbazul busca la luz interior -la emoción contenida como estructura-, El Mandarín revela el mismo impulso convertido en movimiento: la pasión como arquitectura sonora. En una domina el silencio; en la otra, el pulso.
La producción de El Mandarín se estrenó en Basilea hace tres años y Loy realizó El Castillo en Frankfurt en 2010. Ahora las une y al intentarlo cambia sus significados. El prólogo del poeta en El castillo lo es también en El Mandarin, como una forma de unir las obras. Al menos, la segunda vez podría haberse ofrecido en castellano. En la primera obra se acumula la tensión gracias a la música de Bartok y el gran trabajo de unos bailarines que parecen de goma hasta que a Loy se le ocurre añadir a la representación, dentro de la pantomima, el primer movimiento de la Música para cuerdas, percusión y celesta del mismo autor. Loy prolonga con ella la escena entre la muchacha y un supuesto Cristo redentor y ahí pierde toda la enorme fuerza la representación, que nos había mantenido en un vilo hasta entonces. El mandarín no muere...
Loy despoja El castillo de todo literalismo y lo convierte casi en una metáfora mental. No hay castillo sin un decorado insulso a la derecha y una escena, no dentro del castillo, sino en lo que parece una caseta de playa. El vestuario es el mismo que en la obra previa y, al final la capa del primero cubre a Judith. Una escenografía anodina, con insulso manejo de las luces, que no puede evitar que uno piense en que hubiera sido mejor ofrecerla en concierto o semi-escenificada con unas buenas proyecciones. Judith no muere...
No fueron de extrañar los "¡buh!" cosechados por la dirección escénica al final, ni los apenas cinco minutos de aplausos. En cambio, recibió muchos Gustavo Gimeno al salir al foso tras el descanso y eso tampoco fue de extrañar, porque fueron justicia a una dirección musical del nuevo titular del teatro de incuestionable calidad. Logró continuidad emocional y claridad entre las obras en una especie de curva continua de energía, reflejó la furia de El mandarín, se escucharon las voces de Christoph Fischesser y Evelyn Herlitzius, buenos cantantes, en El castillo y sacó todos los colores de ambas partituras con una orquesta en estado de gracia. En este fin de semana la Filarmónica de Berlín y Kirill Petrenko programaban Petrushka y El Mandarín, no creo que hubiese mucha diferencia. Admirables Gimeno, la orquesta, los bailarines, soprano y barítono y frustrante Loy.
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