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Historia

Valientes y fieros: así eran con nombre y apellidos los soldados de los tercios españoles

El historiador Julio Albi recoge en «Vidas intrépidas» un conjunto de semblanzas de los hombres que formaron el imperio español entre los siglos XVI y XVII, y explica, a través de ellas, el carácter y los ideales que guiaban su conducta

Tercios españoles defendiendo una posición con sus picas
Tercios españoles defendiendo una posición con sus picaslarazon

Pendencieros, orgullosos, jactanciosos, valientes, fieros y codiciosos. Ellos eran los hombres que forjaron el imperio español y que se batieron, con mejor o peor fortuna, bajo los pendones de su unidad en uno y otro confín del mundo. Combatieron en las ardientes tierras de Perú, probaron la pesadumbre de las cárceles de Orán y lucharon en las trincheras de Flandes hundidos en el agua hasta los corvejones. Sus enemigos los temían y los respetaban, y, para bien o para mal, jamás provocaron indiferencia. Muchos de sus nombres se perdieron en el revuelo de la historia. Otros se conservan y han llegado hasta nosotros: Francisco de Cuéllar, capitán de mar y de guerra, que sirvió en la empresa de Inglaterra; Diego de Villalobos, que forjó su leyenda en la ciudad de Amiens; Juan de Arquellada, que tomó parte en el asedio de una localidad con leyenda propia, Haarlem; o Juan del Águila, que alcanzó el grado de maestre de campo y probó la miel y la hiel en la desgraciada expedición que se emprendió contra Inglaterra. «No eran precisamente don Quijotes. Tampoco podían serlo. Ellos vivían y morían por la espada. Llevaban una vida peligrosa, aventurera, por un lado, y llena de penalidades, por el otro. Sus biografías son historias de supervivencia. Se mueven en un medio hostil. Luchan contra los elementos, reciben malas soldadas, son mal alojados y padecen unos índices de bajas por enfermedades y heridas muy alto. Era gente que vivía al día, que no estaba para quijotadas elevadas. Ellos se desenvolvían en una realidad hostil, ingrata y no tenían tiempo para metafísicas de caballeros andantes».

Julio Albi, diplomático, historiador, autor del imprescindible «De Pavía a Rocroi» y el apasionante «Moros. España contra los piratas musulmanes de Filipinas (1574-1896)», todo un compendio de buena escritura y aventuras, regresa ahora con «Vidas intrépidas» (Desperta Ferro), una selecta gavilla de perfiles y semblanzas de aquellos soldados que durante los siglos XVI y XVII defendieron la monarquía hispánica, que formó su fama y gloria «a golpe de pica y arcabuz». «Es curioso, porque estos hombres me han dejado cierto sentido de admiración a pesar de que muchos de ellos tienen unas vidas que no son en absoluto ejemplares. Pero, sin embargo, me han enseñado mucho sobre el sentido de la tenacidad, la capacidad de soportar fatigas y de persistir en sus puestos, porque todos y cada uno de ellos mantienen el convencimiento de que ese es su deber, su obligación. Hay que entender que en su mentalidad tenían un contrato con el rey, a pesar de que ellos cumplieran mejor con el monarca que el monarca con ellos. Estaban mal pagados y, aunque la atención médica era la mejor de Europa, era insuficiente. Sin embargo, siempre se mantuvieron fieles a sus banderas.

Describe lo que pocas veces se cuenta: las heridas que arrastran. Eran terribles.

Habría que subrayar, para empezar, que era gente más dura de lo que somos nosotros porque la vida entonces era más dura. La mortalidad era enorme en la época. Llegar a los 23 años no era algo que estaba garantizado en modo alguno. Alcanzar esa edad era una especie de selección natural. Sus existencias se desarrollaron en un entorno en que la muerte estaba siempre presente. Vivían en campamentos y pueblos, las enfermedades eran omnipresentes y causaban y recibían heridas tremendas. Pero esto lo veían como parte de su oficio. Un ejemplo para entendernos. Es igual que los toreros, que reciben cornadas impresionantes. Pero el torero lo vive como algo inherente a su profesión. Estas heridas van en el sueldo. La vida de estos soldados era igual. Ellos temían más a la deshonra, retroceder en una brecha. Abandonar a sus compañeros. Eso era peor. Muchos fueron heridos en repetidas ocasiones, pero seguían combatiendo en el servicio. Los hay desnarigados y quienes han recibido brea en el rostro durante un ataque. Ver a un tercio formado tenía que llamar la atención por las cicatrices de sus miembros. Tenía un elevado porcentaje de heridos que morían, pero también había muchísimos que salían adelante.

"Para entenderlos hay que alejarse de la corrección política y valores imperantes hoy"

Julio Albi

Doce biografías, que son muchas más, las de aquellos soldados que asoman por en medio y que acompañan a los protagonistas en sus peripecias, esfuerzos y denuedos, que dan cuenta exacta de la personalidad de estos hombres. Los había de todo pelaje y ralea. De los que arrastran resabios de nobleza y aires de prosapia vieja, y los que brindan la miseria y viven y mueren con una sangre poco aristocrática y limpia de realeza. Los hay como Alonso Enríquez de Guzmán, linajudo y con blasón, pero pobre y pícaro; o Pedro Bermúdez, con «tan poca hacienda que no bastase a sustentarme conforme a mi estado», y que, el mismo día de sus esponsales, decidió «probar la ventura de pasar a Italia o a Alemania al campo del emperador Carlos V».

¿Qué los movía?

Para entenderlos hay que alejarse de la corrección política y valores imperantes hoy. Su mundo era totalmente distinto. Palabras como el honor y el servicio resultan fundamentales. Actuaban así porque así se lo exigía el código que se habían autoimpuesto. Habían decidido ser soldados. Son voluntarios y son coherentes. Se adaptan a su decisión. Sabían lo que era servir en tercios. Nadie los había engañado. Los pueblos estaban llenos de veteranos que habían regresado de la guerra. Sabían a lo que iban. Se hablaba de sus batallas, veían a los incapacitados por las heridas, las viudas de maridos muertos en Flandes. Simplemente cumplían con su contrato, que exigía cierto sentido del honor, camaradería y una serie de valores que ahora cuesta entenderlos, pero que ellos vivían.

¿Su individualidad marcaba el tercio?

Eran una suma de individuos con personalidades muy acentuadas y formadas, pero incorporadas a la organización militar más perfecta de la época. Esa articulación les engrandecía a ellos mismos y los llevaba a realizar actos, hazañas, que quizás como individuos no hubieran llevado a cabo. Se vivía en un ambiente de gloria y se peleaba por ser el primero en poner la bandera en lo alto de una brecha, aunque la posibilidad de llegar allí fuera mínima. Pero les valía la pena. El aplauso de sus compañeros era suficiente.

"Era imposible subsistir como imperio y monarquía sin unas tropas como estas"

Julio Albi

¿El imperio español habría sido así sin ellos?

El imperio español no habría sido posible sin esta clase de soldados. Durante la segunda mitad del siglo XVI y XVII, la monarquía hispánica estaba constantemente en guerra. Era imposible subsistir como imperio y monarquía sin unas tropas como estas y con este tipo de mentalidad, que poseían un sentido de superioridad frente a otras unidades. Era gente en la que se podía confiar porque, por norma, cumplía. Tenían esa cultura de gloria y del quedar bien ante sus compañeros, que mencionaba antes, que los empujaba a hacer eso en lo que creían y en la obligación con su rey.

¿Si le menciono a Diego Suárez Montañés?

Toda su vida vio las murallas de Orán. Hubo cientos de soldados encerrados en presidios africanos. Era un mundo tan duro... El tedio, el hastío y la monotonía... equivalía a una condena por vida. Lo curioso de Suárez Montañés es que ingresa en el ejercito como analfabeto, se forma a sí mismo y acaba escribiendo un libro formidable. La suya es una vida tremenda.

"Su vida estaba rodeada de violencia y era tremendamente exigente"

Julio Albi

¿Y a Tiburcio de Redín?

Es un hombre excesivo, que no conoce la mesura. Su ira era famosa. Pidió a su almirante bombardear Sevilla por problemas de amores con una mujer. Después se convierte en misionero, se mete en la Iglesia y se somete a humillaciones espantosas cuando antes era un hombre henchido de vanidad. Una autodegradación para compensar los excesos de la vida civil. Muere en misiones. Es alguien que no tiene término medio. Es alguien que, según se cuenta, se subió al pescante del Conde Duque de Olivares, el hombre más poderoso, para increparle... Se pelea con todo el mundo, pero también tiene una pandilla de fieles compinches, por lo que también debía tener otra cara más amable.

Santos no eran.

He intentado escribir este libro alejado de leyendas de un color o de otro. Deforma tanto la realidad la leyenda negra como la blanca. No eran paladines de la cristiandad y tampoco una pandilla de asesinos. Llevaban una vida violenta, en condiciones difíciles. No se puede pretender que un hombre sea una máquina de guerra el día de la batalla, en que no dude en causar bajas ni padecerlas, que sea inmisericorde con el enemigo, y que, al acabar la campaña militar, se convierta en un monaguillo. Su vida estaba rodeada de violencia y era tremendamente exigente. Tenían un punto de honor que los llevaba a defender una muralla hasta la muerte o a cumplir con una ofensa. Sus francachelas y altanería eran una forma de soltar adrenalina. Podían ser tan peligrosos en un ataque por sorpresa como en una taberna de Nápoles. Era gente difícil de mandar. Tenían sus valores y no soportaban fácilmente el mando. Los necesitaban bragados, de principios iguales a los suyos, por eso el asesinato de algunos de ellos que la tropa consideraba que abusaba o que no estaba a la altura.

"Lo que no es normal es que haya gente hoy que todavía se crea la leyenda negra"

Julio Albi

Ayudaron a la leyenda negra.

Me molesta la leyenda negra, igual que cualquier otro cliché. Me cuesta ver el mundo dividido en blanco y negro, en buenos y en malos, y que los buenos y los malos sean siempre los mismos por definición. Lo que no es normal es que haya todavía gente, hoy en día, que se crea la leyenda negra y que siga dando pábulo a ella. Esto es lo que en realidad me cuesta entender. Estos soldados hicieron barbaridades en las guerras, pero también se cometieron contra ellos en Flandes y en la lucha contra los turcos. Caer en manos turcas no era empezar unas vacaciones, igual que con los araucanos. Las posibilidades de ser asesinados y que se cometiera una matanza de prisioneros o terminar en una esclavitud permanente eran situaciones reales. Se jugaban la vida a cara o cruz permanentemente. Pudieron cometer atropellos, pero cuando pintaban bastos, ellos padecerían atropellos similares. No había buenos o malos. Eran gente de distintas creencias y cada uno defendía las suyas.

Eran conscientes del riesgo.

Sabían que cuando atacaban una galera berberisca podían adquirir un buen botín o acabar siendo esclavos. Es injusto dividir entre buenos y malos... Entrar en el juego de la leyenda negra, que era un arma perfectamente legítima en esa época, el famoso «al enemigo ni agua». El bando protestante erigió esa leyenda. Vale, es normal. Es la guerra. Lo que no es normal es que haya gente hoy que se la crea y que siga alimentando una manipulación que fue deliberada, que se siga dando pábulo a ella. Esto es lo que en realidad me cuesta entender.

¿Una cualidad?

Eran muy cosmopolitas y se movían por todo el mundo. Sus fronteras eran las de la monarquía hispánica. No era el pueblo de Segovia donde habían nacido. Su horizonte era el del imperio. Su patria era la monarquía hispánica. Para ellos, donde estaba la cruz de Borgoña, estaba España. De ahí las acusaciones de prepotencia tan comunes de los habitantes de otras ciudades. Les molestaba esa prepotencia de los españoles que se consideraban que estaban siempre en su España. Eran gentes de mal asiento, a los que le gustaba la novedad. Siempre buscaban otras latitudes. Después de años, volvían a sus tierras cojos o tuertos o, simplemente, no volvían jamás. Fueron muchos los que se quedaron en Flandes, se casaron con mujeres flamencas y residieron allí.... Tenían una especial habilidad para sentirse en casa en todas partes. Por otro lado, hay una carga de tragedia en eso, porque eran desarraigados, que cortan con su mundo. Su mundo eran los tercios, donde estaban siempre rodeados de compatriotas, que a lo mejor eran del pueblo de al lado. Aunque arisco, el tercio era un hogar para ellos.