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El silencio de un inmortal
Vargas Llosa: el escritor que desquició a la izquierda
Nadie discute el brillo de sus grandes novelas, pero el progresismo le sigue considerando un monstruo político

Mario Vargas Llosa siempre fue un triunfador, pero hubo un solo aspecto de su biografía en el que sus intervenciones se cuentan por derrotas: su compromiso político. En junio de 1990 sucumbió frente a un ingeniero agrónomo desconocido, Alberto Fujimori, en las elecciones a la presidencia de Perú. Luego Vargas Llosa fue fortificando su compromiso con el liberalismo radical justo cuando en Latinoamérica florecía el llamado socialismo del siglo XXI, liderado por el bolivariano Hugo Chávez. En los últimos quince años, casi cualquier candidato por el que apostaba Vargas Llosa terminaba perdiendo las elecciones, convirtiéndole en blanco de burlas desde la izquierda. Siendo un intelectual sin gran influencia, ¿por qué entonces tanto intelectual zurdo irritado contra él a lo largo de los años? La respuesta no es complicada: en el ecosistema literario de nuestra época casi todos los grandes autores son progresistas, con unos cuantos conservadores o reaccionarios a los que no cuesta mucho condenar a la marginalidad o al ostracismo.
Con Vargas Llosa no podían hacer eso por su inmensa popularidad, además de que representaba la figura que más detestan: la del escritor comprometido en su juventud con la revolución cubana que, poco a poco, fue virando hasta abrazar posiciones contrarias, las del thatcherismo militante. En 1967, durante una declaración pública en Caracas, defendió que el castrismo traía «la hora de la justicia social» que tarde o temprano llegaría a toda Hispanoamérica, pero poco después había cambiado de postura tras el encarcelamiento del escritor Heberto Padilla por recitar versos críticos con los líderes de la revolución, extraídos del poemario «Provocaciones» (1973).
Vargas Llosa documentó en ensayos y columnas «el recorrido que me fue llevando desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano al liberalismo de mi madurez», según recogen sus memorias «El pez en el agua» (1993). ¿Por qué la izquierda nunca puede perdonar a un «traidor»? Más que un señalamiento personal, se trata de un aviso a navegantes para que los intelectuales de su bando sepan lo que les espera si cambian de posición. Contra viento y marea, Vargas Llosa fue un activista liberal que se enfrentó con dureza al kirnchnerismo argentino, a Gustavo Petro en Colombia, a Gabriel Boric en Chile y a López Obrador en México. Todas ellas luchas legítimas contra figuras con mucho mayor poder político que el suyo.
Viento a favor
El Nobel peruano tenía dinero y prestigio de sobra para no necesitar ponerse bajo el paraguas protector de ningún gobierno. Echando la vista atrás, queda claro que su opción política le reportó muchos más quebraderos de cabeza que beneficios: le hubiera ido mucho mejor no moviéndose del progresismo filocomunista, como hizo su amigo y nemésis política Gabriel García Márquez. De manera algo amarga, Vargas Llosa muere justo cuando el viento comenzaba a soplar a favor, poco después de acertar en el pronóstico de que el ultraliberal Javier Milei llegaría a la presidencia de Argentina.
Milei defendía un programa de reducción del Estado en sintonía con el que presentó Vargas Llosa en 1989 para Perú. Guste más o menos su ideario, el escritor de «Conversación en la catedral» (1969) acertó en la sospecha de que los gobiernos socialistas tienen un alta probabilidad de terminar en dictaduras elitistas que depredan los recursos del Estado de las que el pueblo terminaría por cansarse. Su compromiso con la libertad se manifestaba también en el plano cultural, defendiendo sin dudar a personas que profesaban ideas contrarias a las suyas. En 2004 firmó una carta en defensa del crítico literario progresista Ignacio Echevarría cuando fue apartado del suplemento «Babelia» de «El País» por su implacable reseña de «El hijo del acordeonista», una novela de Bernardo Atxaga publicada en Alfaguara, entonces sello editorial de Prisa (que es la empresa matriz de «El País»).
La declaración escrita denunciaba «la represalia y la censura de los que ha sido objeto por ejercer la crítica literaria tal y como venía haciéndolo desde hace catorce años en estas mismas páginas». Fue otro posicionamiento alejado de los abajofirmantes habituales –los que nunca abren la boca contra los abusos del progresismo– que también le ganó la antipatía de la tribu intelectual de la izquierda. En el día de su muerte, muchos columnistas le despidieron diciendo que «era un gran escritor, aunque yo no esté de acuerdo con sus ideas políticas». Se trata de una aclaración en principio innecesaria que –como ha señalado el filósofo Diego Garrocho– confirma que todavía hay miedo a disentir de la tribu progresista si se quiere conservar una tribuna en nuestros medios de comunicación. Ser de derechas, al menos en sus versiones menos moderadas, todavía es tener una posición sospechosa que hay que hacerse perdonar antes de exponer un argumento. El legado político de Vargas Llosa es haber defendido sus ideas en un tiempo hostil a ellas y no haberse disculpado nunca por hacer lo que creía correcto.
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