La opinión
La mano de Dios
¡Cuánta tristeza! ¡No lo puedo creer! ¡Pensé que este día nunca llegaría! Son algunos de los mensajes que miles de argentinos dejan en las redes para llorar (como quien escribe estas líneas) la muerte de Diego Armando Maradona, uno de los mayores ídolos que ha dado la Argentina de los últimos cincuenta años y que ahora, tras su muerte, pasa a ocupar un lugar en el panteón de los mitos que ha dado el país junto a Gardel, Evita y el Che Guevara, eternos, unos más que otros, en el corazón de la gente.
Es el fútbol, por supuesto, el que estará de duelo, pero, mucho más que el fútbol, llora todo un país. La ausencia de Maradona ya se anticipó, de alguna manera, cuando a Maradona, después de un control antidopaje que dio positivo, lo expulsaron del Mundial de Estados Unidos y, como dijo días después, «le cortaron las piernas». Ese día de junio, un día de invierno en la Argentina, se vivió una tristeza inédita, como si la gente hubiese comprendido que vivir sin Maradona era lo más parecido a una tragedia, aunque casi todos comprendieron lo evidente: Maradona, como jugador de la albiceleste, se había terminado. Una tristeza infinita que vistió de luto un día de la semana, hasta el punto que Ernesto Sabato se sumó a la tristeza en una carta que publicó en un periódico.
Pero Maradona siempre es Maradona («y no es una persona cualquiera», escribió Calamaro sobre él) y volvió siendo otro, pero siempre Maradona. Y los argentinos siempre estuvieron ahí. Ya sea para recibirlo con los brazos abiertos, para criticarlo, para odiarlo, para amarlo, para perdonarle todo, para, como de dice allí, «bancarlo a muerte». Porque Maradona, de alguna manera, es (y no era) de todos. No había afición que no lo recibiera (como se demostró en su última temporada como entrenador de Gimnasia y Esgrima de La Plata) y lo ovacionara, que no lo adorara, que no reconociera, de algún modo, lo que Maradona les había dado. Les había dado, nada menos, «alegría al corazón», como cantaba Fito Páez en esa canción que le había dedicado al Diez.
Maradona, sin pretensiones de nacionalismos, no podría haber nacido en otro país que no fuera Argentina. Es, en muchos sentidos, un producto auténticamente argentino. Un producto ciento por ciento argentino que no dejó de alimentar ese mito barrial que, con el paso de los años, con la propia biografía de Maradona, no hizo más que acrecentarse. Porque Maradona, entre muchas otras cosas, exalta esos valores que Borges veía y resaltaba del tango, por ejemplo. Valores como el coraje, la valentía, la entrega, la autenticidad, valores que, junto al amor a la familia, a los amigos, constituyen eso que Maradona tenía: el valor de ser uno mismo, esa nobleza de arrabal.
Es verdad que son muchas las anécdotas y los chistes sobre Maradona drogado, borracho o perdido en una fiesta, pero ésas son versiones, imágenes groseras o alimentadas por los propios medios y que no alcanzan a retratar a Maradona en su dimensión. Porque también son muchas las anécdotas que muestran a un Maradona que se enfrenta al poder, que se muestra solidario con sus compañeros, que va de frente. Un Maradona que, como dijo de sí mismo en una conferencia de prensa, podía llegar a ser blanco o negro, pero gris, jamás.
Aunque, quién no las tiene, sus contradicciones. Era capaz de amar al que había odiado y enemistarse a muerte con su amigo. Pero transmitía, siempre, ese saber de barrio, esa sinceridad sin pelos en la lengua. Maradona, en ese sentido, fue el autor de frases que, desde entonces, quedaron para siempre en el habla popular, como decir de alguien, por ejemplo, que era miserable, que era «capaz de tomarle la leche al gato». Maradona era un genio.
Pero Maradona, además de ser un Dios para los argentinos, fue, también, un ídolo allende los mares, como su temporada en Nápoles y su paso, breve, por Barcelona y Sevilla. En cualquier caso, allí donde Maradona estuvo fue noticia y fue una señal de la argentinidad en el extranjero.
Con la muerte de Maradona se va un pedazo de todos y todas las argentinas. Una imagen de un tiempo que, quizás, hace tiempo se terminó. Pero un tiempo que uno recuerda con felicidad, que relaciona con momentos de alegría, momentos que el Diego, y sólo el Diego, me supo dar.
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