Atletismo
Bob Beamon, un gran salto para la Humanidad... sin pisar la luna
Nueve meses antes de que el Apolo XI alunizase en el Mar de la Tranquilidad, el saltador estadounidense voló sobre el Olímpico de México
La lista de participantes de aquella final era suntuosa: Ralph Boston e Igor Ter-Ovanesyan, los dos atletas que detentaban el récord del mundo (8,35 metros) auguraban un duelo USA-URSS en plena Guerra Fría, pero el juez de paz iba a ser el vigente campeón olímpico, el británico Lynn Davies, que los había superado contra todo pronóstico cuatro años antes en Tokio. La altitud de la Ciudad de México estaba deparando marcas extraordinarias en aquellos Juegos de la XIX Olimpiada y la tormenta anunciada sobre el campus de la UNAM auguraba condiciones perfectas para la longitud. Un neoyorkino de 22 años las aprovecharía para pasar a la historia.
Bob Beamon, antiguo pandillero de Queens con antecedentes por reyertas con arma blanca y otros delitos menores, no era un desconocido, pese a su juventud. De hecho, en los trials de Sacramento había ganado con un 8,39 ventoso que impidió su homologación como plusmarca mundial. El día de la final, el periodista Robert Parienté lo señalaba como favorito en L’Équipe, para el oro y también para establecer un récord asombroso: «Si Beamon logra un despegue perfecto desde la tabla, no solo nadie podrá acercarse, sino que parece capaz de romper la barrera de los 8,60 metros siempre que la suerte esté de su lado». El sagaz reportero se quedó corto por treinta centímetros.
El futuro campeón olímpico mató el concurso en su primer intento. Desde el comienzo de la carrerilla, diecinueve zancadas hasta la batida, transcurrieron sólo seis segundos hasta el aterrizaje en la arena, a casi nueve metros de la plastilina. Zanquilargo y hierático en el aire, ni siquiera forzó el gesto de la recogida: cayó de pie como en los saltos de calentamiento y se fue trotando hasta un banco para esperar la medición. Nueve meses después, Neil Armstrong salía de la cápsula lunar del Apolo XI para pronunciar su famosa sentencia, «un pequeño paso para un hombre y un gran salto para Humanidad». Pero el brinco sobrehumano ya lo había dado Bob Beamon en México.
La marca de 8,90 produjo asombro e incredulidad a partes iguales. Había batido el récord del mundo por más de medio metro un atleta cuyo mejor salto hasta entonces había sido 8,33 y que después, jamás pasó de 8,22. El galés Davies solicitó una segunda medición que los jueces se negaron a hacer y aún mantiene que el récord no era real. Incluso acuñó un neologismo, «beamonesco», para definir una hazaña atlética sin precedentes ni continuación. Lo cierto es que Beamon, cuyo deporte favorito siempre fue el baloncesto, aprovechó el tirón de su popularidad para apuntarse al draft de 1969, donde fue elegido por los Phoenix Suns y firmó por un salario de 250.000 dólares que percibió religiosamente pese a no jugar ni un solo partido de la NBA. «Podría haber saltado 35 pies (10,67 metros) si hubiera practicado en la pista tanto como en la canasta», llegó a afirmar.
Hasta finales de los ochenta, la década del dopaje masivo, batir la marca de Beamon fue una quimera. Carl Lewis era regular sobre 8,60 y voló hasta los 8,72 en los Juegos de Seúl, un año después de que el soviético Robert Emmiyan saltase 8,86 en una recóndita ciudad de su Armenia natal. Todavía conserva el récord de Europa, otra plusmarca «beamonesca» que ni su propio autor sabe explicar cómo ni por qué se fijó.
Pero el primer récord catalogado como «del siglo XXI» no aguantó hasta el cambio de milenio. En el fabuloso concurso del Mundial de Tokio, el 30 de agosto de 1991, Lewis se acercó hasta los 8,87 y Mike Powell lo batió con un prodigioso 8,95 que todavía hoy permanece en las tablas... por mucho tiempo. Nadie desde entonces ha saltado más que los 8,74 de Dwight Phillips en 2009 y el pasado verano, en el mismo estadio tokiota, Mitos Tentoglou ganó el oro olímpico con un mediocre 8,41. Maykel Massó se colgó el bronce con 8,21, apenas cuatro dedos más que la marca de Jesse Owens en 1936.
Un vuelo alucinante
La altitud de la capital azteca y la baja presión debido a una borrasca, ayudaron a que Bob Beamon pulverizase el récord del mundo por más de medio metro.
Veintitrés años de vigencia
La marca del neoyorkino se mantuvo vigente hasta 1991, cuando su compatriota Mike Powell la batió por sólo cinco centímetros en el Mundial de Tokio.
Una disciplina estancada
Sigue siendo la segunda mejor marca de todos los tiempos y quien más se ha acercado en lo que va de siglo XXI fue Dwight Phillips, que saltó 8,74 en 2009.
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