Amarcord Mundial
El Duce contra El Divino
España debutó en las Copas del Mundo en Italia 1934 donde sufrió una escandalosa actuación arbitral ante los anfitriones
En la segunda edición mundialista, la de Italia en 1934, se produjo el debut de España en una Copa del Mundo. A dos años de la Guerra Civil, una selección nacional ataviada con los chándales tricolores de la bandera republicana viajaba hasta Italia para desafiar a Benito Mussolini, el primer gobernante que comprendió la enorme dimensión política del deporte. El dictador fascista había luchado en vano por organizar el Mundial de 1930 y, cuatro años más tarde, convirtió el que se jugaba en Italia en una auténtica exaltación nacionalista. No serían un puñado de comunistas quienes impedirían la consagración de la Squadra Azzurra que dirigía Vittorio Pozzo, debió pensar el Duce. Y puso todos los medios necesarios, legítimos o no, para impedirlo.
Amadeo García Luco, el seleccionador nacional, desplazó a un equipo poderoso liderado por Ricardo Zamora, portero justamente llamado el Divino, pero con grandes argumentos ofensivos como el jugador del Athletic Iraigorri, el legendario delantero del Oviedo Isidro Lángara y el sevillista Guillermo «Gordo» Campanal, una delantera temible que había logrado su clasificación gracias al 9-0 endosado a Portugal en la fase previa. El sistema de eliminación directa convertía cada partido en decisivo y el debut en octavos, contra Brasil, fue la primera gran sorpresa del torneo: la Seleçao de Leónidas, «Maravilla Negra», se marchaba para casa tras un rotundo 3-1 para España.
El 31 de mayo, en un atestado estadio Giovanni Berta de Florencia, se vivió uno de los episodios más tristes de la historia del fútbol, un escándalo de proporciones mayúsculas del que fue protagonista el árbitro belga Louis Baert, de quien se cuenta que recibió en su hotel la visita de algunos camisas negras –las milicias irregulares del partido de Mussolini– que determinaron su parcial actuación. Luis Regueiro, un fino interior zurdo del Madrid, entonces sin el «Real» en su nombre, que había empezado su carrera en el Unión de Irún, adelantó a España a la media hora y el público toscano estalló en una furiosa lluvia de objetos al terreno de juego. Al borde del descanso, Giuseppe Meazza cargó a Zamora en el área pequeña ante la pasividad arbitral y facilitó la igualada, ilegal, de Ferrari.
Sin prórroga ni ningún sistema de desempate previsto, el reglamento prescribía la repetición del partido 24 horas más tarde en el mismo escenario. Mientras que Pozzo prácticamente repitió la alineación de la víspera, García Luco tuvo que prescindir de siete de sus titulares, lesionados por la virulencia con la que se habían empleado los italianos. Aun así, España plantó cara hasta que tuvo que jugar en inferioridad: en una época en la que todavía no había cambios, la lesión de Crisanto Bosch fue decisiva. El medio volante del Espanyol tuvo que retirarse tras una formidable tarascada de Luis Monti, uno de los mercenarios argentinos con los que Mussolini había reforzado a su selección por la vía de la nacionalización. Apodado «Doble Ancho» por su tremenda envergadura, ya había sembrado el pánico durante los años veinte con la camiseta de San Lorenzo de Almagro antes de representar al país de sus ancestros.
Antes de la lesión de Bosch, España había logrado marcar mediante Campanal un gol anulado por un más que discutible fuera de juego que pitó René Mercet, el árbitro suizo de esta revancha, que tampoco respetó el principio de neutralidad. Un gol solitario de Meazza le dio a Italia el pase a semifinales para delirio de los 43.000 «tifosi» que había en el Giovanni Berta, que el día antes había colgado el cartel de «No hay billetes» con una asistencia de 35.000 espectadores. Cómo cupieron 8.000 personas sin que esos viejos graderíos de madera se derrumbaran es uno de los grandes misterios de la historia de los Mundiales. El caso es que los anfitriones, para satisfacción del Duce, ganaron su copa… y repitieron cuatro años más tarde en Francia.
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