Agricultura

La furia campesina que destapa la crisis del arroz en Japón

La caduca legislación amenaza la seguridad alimentaria por una escalada de precios nunca vista. El kilo de arroz cuesta ya el doble que hace un año por un sistema viejo y una cosecha arruinada

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ArrozalPixabay

El país del sol naciente enfrenta su peor pesadilla agrícola. Las calles del bullicioso corazón de Tokio, hogar de boutiques de lujo y cafeterías de diseño, se transformaron a finales de marzo en una plataforma de lucha rural cuando decenas de tractores y miles de agricultores, con pancartas al grito de «sin arroz, no hay Japón» o «el campo es nuestro orgullo», irrumpieron para exigir un salvavidas ante una asfixiante crisis. Este estallido de furia campesina destapó el colapso de un sistema atrapado en políticas caducas que amenazan la seguridad alimentaria de la cuarta economía mundial. Esta protesta, una de las más masivas del sector en décadas, no fue solo un lamento por el preciado grano blanco que se esfuma: es un réquiem por un campo abandonado por décadas de proteccionismo clientelista que beneficia a lobbies en detrimento de los agricultores. Mientras importan arroz surcoreano por primera vez en un cuarto de siglo, la población exige reformas radicales para garantizar rentas dignas y revitalizar una agroindustria al borde del abismo.

El cereal que define la identidad japonesa se ha convertido en un bien inalcanzable para muchos. Los intentos del gobierno por frenar la escalada de precios son un parche que no parece convencer a nadie. De hecho, a mediados de mayo, un saco de 5 kilos alcanzó los 4.285 yenes (26 euros), el doble que hace un año. La crisis, alimentada por cosechas arruinadas, compras masivas tras alertas de un supuesto megaterremoto que está por llegar, el «boom» turístico y la codicia de los mayoristas, no da tregua. Tokio enfrenta una verdad incómoda: su alimento más sagrado se aleja de las mesas, y nadie parece tener una solución.

El escándalo alcanzó su clímax con la dimisión del ministro de Agricultura, Taku Eto, el pasado 28 de mayo, tras declarar con desdén que «nunca había comprado arroz» porque sus seguidores se lo regalan. El comentario, un puñetazo a la cara de millones que luchan por costear este alimento básico, forzó su salida en un intento del primer ministro Shigeru Ishiba por salvar la credibilidad de su frágil gobierno de minoría antes de las elecciones de julio. Con todo, Shinjiro Koizumi, exministro de Medio Ambiente y reformista del influyente «lobby» agrícola, tomó las riendas del organismo con un mandato claro: apagar el incendio del arroz. Pero la tarea es colosal. Con agricultores molestos con regulaciones asfixiantes y la población adquiriendo arroz surcoreano –un sacrilegio cultural, según el Asahi Shimbun–, la nación importa granos de sus vecinos, rompiendo así un tabú histórico.

Una tormenta perfecta de factores ha disparado los precios del arroz, exponiendo las fisuras de un sistema agrícola anquilosado que prioriza intereses institucionales sobre la seguridad alimentaria. El otoño más caluroso en 125 años devastó las cosechas, mientras que alertas gubernamentales sobre un posible terremoto devastador en la costa del Pacífico desataron compras de pánico. El Ministerio de Agricultura también señala un repunte en su consumo, impulsado por una avalancha de turismo receptivo que alcanzó los 33,1 millones de visitantes el año pasado, según datos oficiales.

Sin embargo, la raíz de esta turbulencia no radica en la volatilidad climática ni en la demanda turística, sino en décadas de políticas agrícolas contraproducentes. Los topes a la producción, instaurados en 1971 para controlar oferta y precios, persisten a pesar de la caída del consumo doméstico y la reducción de la población agrícola, que ha disminuido un 40% desde 2000. Este control artificial ha dejado al territorio desprotegido ante picos de demanda, evidenciando una planificación miope.

A esto se suman medidas proteccionistas arraigadas, como aranceles elevados y sistemas de distribución rígidos, diseñados para proteger a pequeños productores pero que han perpetuado un modelo de clientelismo político a expensas de la resiliencia alimentaria. En un contexto de disrupción climática y fragilidad en las cadenas de suministro globales, estas distorsiones han tornado a la región vulnerable. La inflación, que en abril de 2025 alcanzó el 2,8%, agrava la presión sobre una ciudadanía ya golpeada por años de salarios estancados.

En un intento por contener la escasez, las autoridades han recurrido a sus reservas estratégicas del cereal, que alcanzan 1,2 millones de toneladas, pero la distribución a supermercados ha sido lenta, frustrando a los consumidores. Algunos campesinos, asfixiados por regulaciones que limitan su producción, decidieron movilizarse. La dependencia del arroz importado es ahora inevitable.