Editorial

No al cierre en falso del terrorismo etarra

Ha transcurrido una década desde la derrota de la peor banda de terroristas que ha sufrido España, tiempo más que suficiente para constatar que aún permanece en el imaginario de parte de la sociedad vasca el discurso falaz del «conflicto», como si la tragedia del terror padecido por los españoles respondiera a la existencia de dos facciones enfrentadas y, por lo tanto, legítimas. Por supuesto, nada hay más alejado de la realidad que esta interpretación de lo que fue el terrorismo etarra y nada más miserable que la pretensión de equiparar a las víctimas con sus verdugos ni a la lucha de las Fuerzas de Seguridad del Estado con los crímenes de unos pistoleros desalmados.

Si hubo una guerra, como proclaman quienes asesinaron a sangre fría a hombres, mujeres y niños desarmados, fue, en todo caso, la que libró la democracia española en defensa de las libertades y de los derechos políticos de todos los ciudadanos, amparados por nuestra Constitución. El hecho cierto, definitivo, es que la justicia, el derecho y la razón se impusieron sobre la barbarie y, también, que nuestra sociedad siempre estará en deuda con quienes hicieron posible la victoria de la libertad y, en demasiados casos, perdieron la vida, resultaron mutilados o vieron morir a sus seres queridos. Una tragedia impuesta que, es preciso no olvidarlo, sucedió cuando España se abría a la democracia entre dificultades de todo tipo, pero con la esperanza y la decisión de construir un país mejor. Esa voluntad, que trató de ser doblegada por el terror, todavía persiste en la inmensa mayoría de la sociedad española, por más que desde algunos sectores de la izquierda y del nacionalismo se busquen en el enfrentamiento sectario y en las políticas excluyentes y divisivas unos hipotéticos réditos electorales.

De ahí, que sea imperativo impedir el cierre en falso del terrorismo etarra y ello pasa necesariamente por rechazar el discurso justificativo de los herederos directos de la banda, los que se constituyeron en el «brazo político» de los asesinos, y exigir la condena clara, diáfana y sin paliativos de lo que fueron delitos de lesa humanidad y de sus autores. No significa, por supuesto, la exclusión de la izquierda abertzale del juego político, pero sí la exigencia de que reconozcan el inmenso daño causado, condenen el terrorismo etarra, reparen en lo posible a las víctimas y, fundamental, colaboren con la Justicia en la resolución de los más de 300 asesinatos que permanecen en la impunidad. Mientras, a quienes formaron parte del entramado criminal etarra, incluso, desde las propias instituciones que trataban de destruir, ningún demócrata puede considerarles interlocutores políticos legítimos, por más que la aritmética parlamentaria abogue en términos de pura conveniencia. Porque ha transcurrido una década desde que ETA dejó de asesinar, pero la violencia ejercida permanece indeleble en la sociedad española.