Editorial

Una izquierda sectaria contra las empresas

Las grandes empresas españolas se han convertido en el chivo expiatorio de todos los problemas que atraviesa España

La ministra Yolanda Diaz durante la sesión de control al gobierno en el Congreso de los Diputados.
La ministra Yolanda Diaz durante la sesión de control al gobierno en el Congreso de los Diputados.Alberto R. RoldánLa Razón

Los españoles pueden sentirse legítimamente orgullosos de unas empresas que nacieron con los condicionantes de una economía cerrada en sí misma y que a fuerza de genio, tecnología punta y seriedad se han hecho fuertes en los mercados internacionales, hasta convertirse en multinacionales de referencia en sus respectivos sectores. Son firmas que no sólo cabría valorar por su cuenta de resultados, sino por su inapreciable contribución al prestigio de la «marca España», que, en definitiva, redunda en el conjunto de nuestra economía.

Si, hoy, el mundo asocia el término «ingeniería española» con la excelencia, se debe a unas empresas que han sabido competir en los mercados más dispares y exigentes. Pues bien, desde la llegada al Gobierno de coalición de una formación de raíz comunista y vocación populista como Unidas Podemos, las grandes empresas españolas, no importa la actividad a la que se dediquen, se han convertido en el chivo expiatorio de todos los problemas sociales y económicos que atraviesa España, muchos de los cuales tienen su origen, precisamente, en unas políticas que apuestan por la subvención, las exenciones y los subsidios como solución de las deficiencias crónicas del sistema productivo español, con sus altas tasas de desempleo y una estructura laboral que prima la precariedad. Políticas de meros paliativos, bajo nombres pomposos, como «escudo social», sólo sostenidas sobre una creciente presión fiscal sin solución de continuidad.

Así, si en 2019, la imposición normativa española sobre el impuesto de sociedades era un 16 por ciento superior a la media de la Unión Europea, en 2022, se había elevado al 23,7 por ciento. Y lo mismo reza para los costes laborales, que recaen sobre las empresas, pero, también, sobre los trabajadores, por no hablar de un modelo impositivo que llega a gravar dos veces los beneficios de la actividad productiva.

Con todo, lo que más llega a preocupar, sobre todo cuando hablamos de inversiones de enorme magnitud que se recuperan en décadas, son los cambios en las reglas de juego, incluso, en mercados estrictamente regulados, cuando no intervenidos por la Administración, que producen una inseguridad jurídica impropia de una democracia consolidada. Nada peor para el futuro de un país que la falta de un marco jurídico estable, en el que no caben sorpresivos «impuestazos» o cambios en la interpretación de las normas. De ahí, que suene impropio que los mismos responsables de este estado de cosas, los mismo que insultan a los empresarios y les trasladan la responsabilidad de sus propias torpezas, se envuelvan ahora en la bandera del patriotismo. España se halla inmersa de pleno derecho en un mundo abierto, de libre mercado y altamente competitivo. Se trata de actuar en consecuencia, como han hecho nuestras grandes multinacionales.