Editorial
Puigdemont, abocado a la salida personal
Lo peor de esta situación, que toma ribetes de sainete, es que el futuro de los españoles, la gestión de sus intereses, están a merced de las ambiciones y necesidades personales de unos políticos que lo único que demuestran tener es una pasmosa incoherencia.
Amenos que el expresidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, se resigne a pasar otro obscuro invierno en Waterloo, el resultado de la consulta hecha por el Consell de la República puede considerarse agua de borrajas. Ciertamente, la criatura se le ha vuelto en contra, pero la escasa participación –un 4,5 por ciento de los socios inscritos– legitimaría desechar el resultado, contrario a que los partidos nacionalistas catalanes apoyen la investidura del candidato socialista, y, por otra parte, podría servir de acicate para acelerar las negociaciones.
La única diferencia, desde luego no pequeña, es que quedaría meridianamente claro para la parroquia secesionista que, entre la salida personal y la causa, el adalid de la independencia de Cataluña habrá elegido de acuerdo al interés propio, lo que, en la práctica, abarata el precio de su apoyo a Pedro Sánchez porque, sinceramente, no creemos que el líder socialista acepte de buen grado tener que afrontar unas nuevas elecciones generales y, aunque nadie parezca reparar en ello, siguen abiertas las causas penales contra el político fugado y sus compañeros de viaje. No dejaría de ser una especie de justicia poética que, al final, Pedro Sánchez cumpliera su palabra de conducir a Puigdemont ante los tribunales.
De ahí, que pueda afirmarse que el líder de Junts está abocado a buscar la salida personal, aunque, luego, pague en las urnas autonómicas lo que en el separatismo más hiperventilado se considera una traición.
En cualquier caso, la decisión del Consell, en el que se agrupa el secesionismo más irreductible, ha deslucido la imagen triunfal que pretendían proyectar Pedro Sánchez y su todavía vicepresidenta, Yolanda Díaz, con la firma de un programa de legislatura de tintes peronistas, tremendamente lesivo para la economía y el mercado de trabajo, pero que depende de la voluntad personal de un tercero.
Cabría peguntarse si en una situación de normalidad política, como la que rige en el resto de Europa, partidos como el PNV y Junts, repentinamente travestidos en «progresistas», investirían a un gobierno dispuesto a deslizarse por las laderas de la demagogia y el populismo, poniendo en riesgo a unas pequeñas y medianas empresas que ya tienen serias dificultades para mantener los empleos a causa del peso desproporcionado de los costes laborales y de la fiscalidad general. Pero entre los intereses de empresarios y trabajadores y el avance de las posiciones nacionalistas siempre prima lo segundo.
Con todo, lo peor de esta situación, que toma ribetes de sainete, es que el futuro de los españoles, la gestión de sus intereses, están a merced de las ambiciones y necesidades personales de unos políticos que lo único que demuestran tener es una pasmosa incoherencia con sus proclamados principios de hace sólo cinco meses atrás.
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