Tribuna
Pantallas en las aulas: nos preguntamos si podíamos, pero no si debíamos
Catherine L’Ecuyer, autora de Educar en la realidad, reflexiona sobre las pantallas en las aulas
No cabe duda de que estamos ante una de las industrias más poderosas de nuestros tiempos. Tiene presupuestos ilimitados para hacernos pensar que sus productos contribuyen al buen desarrollo de nuestros hijos. «Realidad digital», «salud digital», «nativo digital», «brecha digital», «futuro digital»… Ha sido muy hábil en introducir en nuestro lenguaje cotidiano formas de entender el mundo que han cambiado nuestra mentalidad y nos han hecho ver sus productos como un factor imprescindible e ineludible para el ser humano.
No nos engañemos. Las empresas tecnológicas, tanto las que venden dispositivos como aplicaciones o plataformas webs, no están en el negocio de entregar dispositivos, o plataformas, o contenidos a sus usuarios/clientes; están en el negocio de entregar la atención y los datos privados de los usuarios/clientes a las empresas que patrocinan sus contenidos. Para ello, contratan a las mentes más brillantes (psicólogos, ingenieros) que saben incorporar mejoras tecnológicas (ej. El scrolling infinito, el Plug & Play) o contenidos adictivos para retener la atención en línea de sus usuarios el tiempo más largo posible.
Es esta misma industria la que, dedicando muchos millones a marketing, bajo la bandera de la RSC, patrocina investigaciones sobre sus productos, engatusa a directores de colegios, paga cátedras en universidades sobre asuntos que pueden impactar en la regulación de sus actividades, patrocina congresos educativos, premios a docentes, paga los honorarios de ponentes en congresos dirigidos a maestros o tiende puentes con expertos planteando colaboraciones pagadas. Esos expertos son susceptibles de ser nombrados asesorar al gobierno sobre las leyes que regulan a la industria. Esas empresas regalan también títulos ficticios a los docentes que usan sus productos en las aulas para erigirles en expertos sin base objetiva llamándoles «Distinguished Educators», e invierte en publicidad.
En un obvio conflicto de intereses, todos los que reciben beneficios de las empresas tecnológicas difunden luego su cara amable y las bondades de sus productos, hablando su lenguaje o pasan por alto los inconvenientes de sus productos.
La cuestión no es si debemos o no sacar los dispositivos del aula. La pregunta es: ¿por qué hemos introducido estos dispositivos en las aulas sin preguntarnos si debíamos?
La industria debe cumplir una doble prueba. Por un lado, debe probar los efectos positivos relacionados con el fin de la escuela: el aprendizaje. En segundo lugar, debe probar que no tendrá efectos perjudiciales en la salud y el aprendizaje de los alumnos.
Una revisión reciente de la literatura sobre las tabletas en las aulas realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública de Québec concluye: «Los resultados a partir de datos científicos recientes sugieren que los dispositivos digitales en el aula, utilizados con fines personales o educativos, en el mejor de los casos no aportan ningún beneficio al aprendizaje y, en el peor, tienen un efecto negativo en la cognición de los jóvenes.»
Todo parece indicar que nos hemos equivocado. Hemos fallado a una generación entera. No, la educación no es verdadera porque es innovadora; la educación es innovadora porque es verdadera. Hagamos pues un mea culpa y pongámonos mano a la obra para compensar esa histórica metedura de pata.