Sin Perdón

El apunte de Francisco Marhuenda: La grosera sinceridad de los independentistas

A los socios de Sánchez les importa un comino España, porque esperan sacar ventajas de la crisis institucional y la debilidad del gobierno. Ninguno de ellos engaña

Montserrat Bassa interviene en la tribuna del Congreso durante la segunda sesión de votación para la investidura del candidato socialista a la Presidencia del Gobierno. Alberto R. Roldán
Montserrat Bassa interviene en la tribuna del Congreso durante la segunda sesión de votación para la investidura del candidato socialista a la Presidencia del Gobierno. Alberto R. RoldánlarazonLa Razon

Este martes asistimos a la última jornada del debate de investidura más lamentable de la historia de la democracia española. No tiene parangón y espero que nunca se vuelva a repetir, aunque reconozco mi pesimismo. El nivel de las intervenciones fue más adecuado para una taberna de los barrios bajos que para la representación de la soberanía nacional. Era un día importante que quedó reducido a un esperpento político que bien merecería la pluma de Galdós o Valle-Inclán, aunque una vez más la realidad supera la ficción. La izquierda ha decidido crear un relato sustentado en el frentismo, porque los que no asuman al futuro gobierno social-comunista serán fachas y adalides de la coalición del apocalipsis.

La grosera sinceridad de la independentista Montse Bassa, hermana de la encarcelada Dolors, al afirmar que “me importa un comino la gobernabilidad de España” refleja muy bien la catadura de los aliados de Pedro Sánchez. Lo lógico en ese momento es que el líder socialista se hubiera levantado para anunciar que retiraba su candidatura y seguidamente hacerlo el líder de la oposición, Pablo Casado, para pedirle que la mantuviera, porque podía contar con el apoyo de los 88 diputados del PP. Y que le hubiera seguido Arrimadas con sus 10 diputados así como otros que entendieran que España no puede dar la imagen de que la investidura ha sido posible gracias a los independentistas y los herederos de ETA. Nadie tiene la grandeza política de abandonar sus intereses personales, para defender el bien común que deberían guiar la actuación de los que se consideran patriotas y aseguran defender el espíritu constitucional.

Los cristianos creemos en la reconciliación y el perdón, pero también en que los que lo reciben se arrepientan de sus actos y hagan propósito de enmienda. No fue así. La nueva mayoría de gobierno apoyó las palabras de los representantes de ERC y de Bildu, se sintieron complacidos con los ataques de Baldoví, que se debe creer Catón, o el fariseísmo del portavoz del PNV que se ve a sí mismo como un arcángel entre infieles esgrimiendo esa superioridad tan característica del nacionalismo vasco que es un insulto a la inteligencia. Y sigo viendo la imagen seria e incluso preocupada de Sánchez que tuvo que tragar mucha quina mientras escuchaba a sus aliados cabalgando en el tigre del fanatismo. Nada queda del líder socialista que apoyaba fervorosamente el 155, criticaba y vetaba con dureza a su futuro vicepresidente o se hubiera levantado iracundo ante la estulticia de los herederos de ETA.

Es fácil recordar el insomnio presidencial, porque es un buen recurso literario, y me temo que lo sufrirá. Se han roto los consensos de la Transición y los acuerdos entre los dos grandes partidos que tan beneficiosos han sido durante estas décadas. No voy a caer en el fanatismo sectario de culparle sólo a él, pero la realidad es que se agudiza la crisis institucional. Es algo que nos retrotrae a tiempos aciagos de la historia de España, ya que desde las Cortes de Cádiz son demasiadas las ocasiones en las que la intolerancia y el fanatismo han sido la moneda común.

A los socios de Sánchez les importa un comino España, porque esperan sacar ventajas de la crisis institucional y la debilidad del gobierno. Una vez más hay que recordar que ninguno de ellos engaña, como tampoco lo hacen los que quieren unas soluciones plurinacionales que son solo la antesala de la ruptura definitiva de la unidad nacional. Es difícil olvidar la actitud de los diputados socialistas, que entiendo que mantuvieran la disciplina de voto porque para muchos hace frio fuera de la política, pero lo mismo se puede aplicar al resto del hemiciclo porque pocos son los que tienen la vida resuelta sin ejercer un cargo público. No lo digo desde una visión elitista, sino que me limito a constatar que no hay nada más angustioso que circunscribir las expectativas profesionales a la generosidad de un partido o un líder.

Los españoles hemos decidido esta realidad y hemos votado libremente a unos políticos sin importarnos su formación y trayectoria profesional y mucho menos, si cabe, los programas electorales. Hay una izquierda mediática e incluso económica que aplaude esperanzada esta nueva realidad sin ser conscientes de que no hacemos más que ahondar en la crisis institucional. La estigmatización del discrepante solo complace a los seguidores más radicales y no convence, desde luego, a los votantes de las formaciones rivales. Y, además, el PSOE entra en un terreno inhóspito y muy peligroso, porque la sociedad española no es la realidad catastrófica económica y socialmente que reflejaban con sus palabras y aplausos muchos diputados airados que provienen de las clases acomodadas que pudieron estudiar sin necesidad de trabajar. Estos revolucionarios de café y progresistas de salón han tenido vidas regaladas pasando del “no nos representan” a convertirse en profesionales de la política que quieren rescatar a las clases trabajadoras de las que nunca han formado parte. ¡Viva la Revolución de las élites pseudo-intelectuales! Cuidado Pedro, porque te pueden acabar devorando y te hubiera ido mejor forzando a que el PP y Cs te tuvieran que apoyar.

Director de La Razón y profesor titular de Historia del Derecho y de las Instituciones (URJC)