Sin Perdón
El apunte de Francisco Marhuenda: “La España de la Transición ha saltado por los aires por ambiciones tan mezquinas como miopes”
“Me siento muy orgulloso de ser catalán y es mi forma de ser español. No tengo ninguna necesidad de elegir entre ambos sentimientos que no se pueden disociar”
Desde la Antigüedad hasta nuestros días hemos sido un pueblo de extremos que pasa de la bravuconería a la depresión sin solución de continuidad. Hemos sido una gran nación, una de las más importantes de la Historia de la Humanidad. A pesar de la crisis institucional que sufrimos y los ataques del independentismo lo seguiremos siendo. Es cierto que el patriotismo suena a algo viejo y antiguo, pero es algo que caracteriza a cualquier gran nación sin importar su tamaño. Es sentirse orgulloso de lo que hemos hecho en común y sobre todo lo que podemos seguir haciendo. Me siento muy orgulloso de ser catalán y es mi forma de ser español. No tengo ninguna necesidad de elegir entre ambos sentimientos que son complementarios y no se pueden disociar.
Es cierto que estamos inmersos en una grave crisis institucional que se ve agravada por la falta de acuerdos entre los grandes partidos que deberían ocupar la centralidad. Es un aspecto que nos acompaña en nuestra Historia y que se agudiza desde las Cortes de Cádiz, aunque también con momentos extraordinarios donde la clase política supo estar a la altura de las circunstancias. La Transición fue uno de ellos. Es difícil encontrar un periodo más satisfactorio en todos los terrenos que la España surgida de la Constitución de 1978. Ese espíritu de la Transición, impulsado por Juan Carlos I con el apoyo y el compromiso generoso de políticos, intelectuales, empresarios, sindicalistas... permitió alumbrar una etapa de importantes avances institucionales, económicos, sociales y culturales.
Es cierto que ha saltado por los aires como resultado de una frivolidad inconmensurable y unas ambiciones tan mezquinas como miopes. El retorno al guerra civilismo con un frentismo ideológico que nos divide en buenos y malos, en función de la adscripción que se asuma, es una expresión catastrófica de las peores tradiciones. La instalación del populismo en la más lamentable de sus variantes es un efecto demoledor, porque afecta a todos los ámbitos de la vida pública. La apropiación del concepto pueblo como si una única formación o una coalición de gobierno, tan minoritaria como la actual que es la más frágil que hemos tenido desde la Transición, fueran los únicos capaces de interpretar la voluntad y los deseos de la sociedad nos retrotrae a los períodos más oscuros de la nuestra Historia. Ni siquiera se pretende convencer, sino únicamente imponer unas ideas y concepciones. Es como si nos quisieran reeducar, porque la izquierda pretende tener una superioridad moral y la verdad absoluta que todos deberíamos compartir.
Me gustaría equivocarme y que este gobierno y sus aliados transitaran dentro de los cauces constitucionales y el respeto de los valores democráticos, pero hay antecedentes que resultan inquietantes así como los primeros pasos en la forma de afrontar el conflicto independentista o el deseo de controlar la Justicia. Es cierto que España es un gran país de la Unión Europeo y que los sueños radicales surgidos de un fanatismo populista no tienen cabida. Hay que tener una visión amplia que no se agobie con el corto plazo, porque se acabará imponiendo la centralidad. Las urnas son un bálsamo maravilloso que en no demasiado tiempo, a pesar de Tezanos y sus disparatadas encuestas, acabará poniendo a todos en su lugar.
Los que se sientan ahora en el consejo de ministros o los que desde Cataluña o sus dos escaños en el Parlamento Europeo quieren acabar con España y volver al tribalismo cantonalista se encontrarán con que sus errores les harán cavar su tumba política. Los mensajes catastrofistas que algunos lanzan sobre la realidad de la sociedad española, como si estuviéramos instalados en un escenario económico y social terrible, no son conscientes de la realidad. No conocen España y su pueblo. Esto no significa que no tengamos que mejorar en muchos aspectos y que tengamos que avanzar en una solidaridad más perfecta, pero es bueno no ignorar todo lo que se ha conseguido en estas décadas de democracia. Los ataques contra las instituciones del Estado que tanto gustan a los independentistas y la izquierda radical son inconsistentes, por nuestra democracia funciona muy bien. Los que aplauden ahora la nueva situación, con un adanismo insultante y una ignorancia enciclopédica, no deberían olvidar la Historia, tendrían que conocer mejor España y su realidad plural y entender que desde el fanatismo y el radicalismo nunca se puede avanzar en una buena dirección. Hay que mirar más hacia lo que es Europa y la civilización europea que es lo que nos debería unir a todos.
Director de La Razón y profesor titular de Historia del Derecho y de las Instituciones (URJC)
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